domingo, 6 de noviembre de 2016

Una reflexión sobre los barrios de Puebla

Porque el santuario sigue en pie, el barrio se resiste a morir -porque la madre no se ha ido, la familia sigue reunida-, porque la Santísima sigue aquí, el barrio “no ha muerto, está dormido”, porque la luz sigue encendida, la fe sigue viva...

Por Pbro. Dr. Guillermo Hernández Flores, Párroco de Ntra. Sra. de la Luz


Nuestros barrios son -en lo que todavía tienen de barrios- comunidades que “el hombre desarrollado” ha dado en llamar premodernas. Se les reconoce como iguales a otros rumbos de la ciudad pero ya no en razón de la dignidad y del valor intrínseco de sus habitantes, sino en razón del reconocimiento que se les hace de sus carencias, que tienen que ser llenadas. Desde que en el mundo la economía se ha erigido como valor supremo, el hombre dejó de percibirse como prójimo para convertirse en un ser de necesidades abstractas- dejó de formar parte de las leyes no escritas de la comunidad para formar parte de las necesidades fabricadas por la economía- empleo, seguridad, salud, educación, drenaje, agua, etc., necesidades que sólo las instituciones encargadas de sanearlas pueden satisfacer.

De este modo, las autoridades que sí son “modernas”, perdieron la capacidad de comprender el sentido profundo de estas comunidades -llamadas con un orgullo nostálgico, “barrios”- y las han ido sometiendo, aunque con sus palabras lo nieguen, a un progresivo proceso de extinción. Desarrollarse o morir, la percepción del hombre como un ser de necesidades, meramente económicas, no ofrece otra opción.

En nuestros barrios todavía existen lugares comunes, donde se comparte un plato de frijoles, donde se llama uno por su nombre, donde los enfermos, viejos y discapacitados son parte de la vida de las familias junto a sus miembros más jóvenes y sanos, lugares donde se acoge y se es acogido.

Bajo el imperio de la diosa economía, esa que habla siempre de “macro”, estas ventajas de lo humano se desvalorizan y las bondades de la hospitalidad y la caridad se corrompen, la miseria que están viviendo, la desintegración familiar, la inseguridad y la violencia se deben al acabamiento de aquella mirada humana que antes los cobijaba y que veía al otro como al prójimo que compartía con nosotros un lugar y al que habría que acoger no en función de sus carencias sino en función de su ser. La mirada económica ha venido acabando con estas sociedades tradicionales -los Barrios- y con el sentido humano de su espacio.

La Luz: un barrio que agoniza y un santuario que pervive


Cuentan los viejos, aquellos tiempos de los mesones y de las calles de piedra, cuando la gente iba por agua con latas y a las fuentes de las esquinas, cuando el río bajaba cantando una canción de alegría. Todos, dicen, se conocían. Las calles, como los panes, se llamaban de otra manera. No había “changarros”, eran las tiendas de un comercio vivo que se apellidaba como sus dueños. Los caserones rebosaban no sólo de gente sino de contento cuando todos los días, desde la torre y al tañer de las campanas, el barrio se despertaba... Ahora es diferente.

Las calles se han vuelto de asfalto, concreto o se han adoquinado y la gente ha perdido su nombre. Las fuentes han desaparecido y el agua se compra y se vende. Ya no hay mesones sino puras vecindades que languidecen en esos mismos caserones destruidos hoy por el tiempo y por algunas de nuestras autoridades. Tampoco hay tiendas con nombres de gente, ahora sí hay “changarros” que se llaman “supersitos”.

Las calles y los panes, como la gente, se olvidaron de sus nombres; el río, ahora, es de automóviles y, sobre su lápida de concreto, se lee “Boulevard Cinco de Mayo”. Y en medio de los escombros, el barrio, en sus tradiciones, se resiste a morir.

Vive una prolongada agonía cuando, todos los días, al despertar, sigue oyendo esas campanas que, desde la torre y con su tañer cantan su dolor... Sin embargo, el Santuario, en el corazón del barrio, nunca deja de latir, y la Madre de la Luz nunca deja de llamar a los que se han tenido que ir. Y a los que se han quedado, que de “braveros” se han vuelto huraños, de creyentes a incrédulos y de fieles a indiferentes, la Madre que habita el Templo, aún sin que la visiten, les sigue dando esperanza, amor y consuelo.

Porque el Santuario sigue en pie, el barrio se resiste a morir -porque la Madre no se ha ido, la familia sigue reunida- porque la Santísima sigue aquí, el barrio “no ha muerto, está dormido”, porque la luz sigue encendida, la fe sigue viva. Por eso vuelve a la vida cuando, todos los días, al despertar, sigue oyendo esas campanas, que desde la torre y con su tañer, cantan su resurrección.

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