En medio de la algarabía de estos días navideños, es difícil
concentrarse y detenerse un momento para contemplar la profundidad del misterio
de la Encarnación del Hijo de Dios. Sin embargo, vale la pena prescindir por un
momento de todo cuanto externamente pueda distraernos y concentrarnos para
esperar con ilusión ferviente la renovada Encarnación de Dios en el propio
corazón.
La presencia de Jesucristo, despojado de todos sus atributos
de grandeza, reducido a tal extremo de pobreza y de sacrificio, es una
invitación para seguirlo por el camino de la entrega total que Él ya ha
recorrido antes con infinito amor por nosotros. Por eso, detenerse ante el
misterio de la Encarnación, es darse la oportunidad de conmoverse ante el modelo
de obediencia a la voluntad del Padre, que quiso marcar tan dolorosamente todas
las circunstancias de su nacimiento.
En medio de las fiestas navideñas hagamos una pausa, llenos
de sencillez, ante el pobre pesebre, en un esfuerzo humilde y fervoroso de
nuestra fe, tan intenso como nunca lo hemos hecho hasta ahora, considerar en
Jesús no un nacimiento más, no una Encarnación más que se cumple todos los
años, sino el nacimiento que es capaz y suficiente para impulsarnos de manera
decisiva hacia la santificación real de nuestra vida. Porque la noche de su
nacimiento, Dios renueva en cada uno de nosotros su redención acompañado por un cúmulo de gracias, tan constantes
y tan llenas de delicada providencia que todos podemos recordar ante Él. Y esto
lo hace Jesús niño, desde su pesebre, dándonos sin palabras, una lección de
humildad y de bondad que jamás podremos olvidar porque nos la recuerda todos
los días cuando lo asimilamos y lo poseemos en el misterio de su Eucaristía.
Lección de bondad y de humildad: dos virtudes que bastan
para cambiar de manera insospechada toda una vida y dirigirla a la
perfección y máxima santificación. Es una lección sin palabras ni discursos,
una lección viva que ojalá seamos capaces de sentir con toda la intensidad de
que seamos capaces, dejando que broten por sí mismas las consecuencias. Por
eso, de rodillas, pidamos a Jesús que nos hable tan directamente y nos enseñe
con tal persuasión que aprendamos para toda nuestra vida a ser mansos y
humildes de corazón para poder cumplir la
misión de la que Jesucristo nos ha hecho partícipes.
Celebremos estas fiestas navideñas y dispongámonos para
comenzar el nuevo año con la decisión inquebrantable de que Jesucristo, niño
ahora, vaya creciendo en todos más y más hasta el desarrollo perfecto y la
maduración plena.
Ojalá que ante la contemplación de Dios hecho hombre,
anonadado y humillado hasta el extremo, nos decidamos a entender también así
nosotros el estilo de nuestra entrega a la vocación sublime que hemos recibido:
Ser santos que se traduce en amor y justicia.
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