domingo, 29 de abril de 2018

¿Qué valores sembramos en los ciudadanos del futuro?

Debemos contribuir productivamente a cultivar los valores cívicos, respetar y amar a la patria. Transmitir estos valores significa garantizar la seguridad y estabilidad de vida que las personas necesitan para desarrollarse. Cuando los valores cívicos están bien cimentados, nace la preocupación por ayudar a los demás, no sólo a nivel comunitario, sino como una extensión que traspasa las fronteras.


Estamos viviendo en una sociedad donde todo parece superado y donde, al parecer, los hombres han llegado al culmen de los pensamientos. Pero este culmen del que se jactan muchos individuos no es puro, porque dentro de él aún anidan sentimientos desafortunados que han conducido a la humanidad a desastres.

En el tiempo presente escuchamos palabras como nacionalismo, patriotismo, sentimientos tradicionalistas, etc. sin saber su significado y auténtico contenido. Estos resguardos, en cualquiera de sus circunstancias, encierran valores que corren el riesgo de ser llevados a la radicalidad: el honor, la soberanía, el arraigo a la propia tierra, el libre albedrío y pensamientos del ser humano, sin importar los medios para alcanzarlos.

Concepciones equívocas de patriotismo han provocado millones de muertos y esto es debido a que en el corazón humano permanece incrustada la fatalidad, el odio y la intolerancia, y sólo se ve la fuerza como único medio para imponer criterios. Quién podría imaginar que, ya en el siglo XXI, actitudes de la edad de las cavernas seguirían vivas y acrecentando su fuerza. Y por si fuera poco la conciencia histórica es escasa, con esa absurda idea del olvido que en nuestra sociedad ha penetrado profundamente.

Ante esta situación urge orientar la vida al verdadero Patriotismo que es el valor que nos hace vivir plenamente nuestro compromiso como ciudadanos y fomenta el respeto que debemos a nuestra nación, por él se cultiva el respeto y amor que debemos a la patria. Este valor se manifiesta mediante nuestro trabajo honesto y la contribución personal al bienestar común. Tal vez para muchos, el ser patriota consiste en el orgullo de haber nacido en un país rico en recursos o de gran tradición cultural; para otros significa portar los colores nacionales en un evento deportivo o en el viaje al extranjero; algunos más sólo sienten pertenecer a su país en la fecha de una celebración nacional y sólo como pretexto para organizar fiesta y algarabía.

El amor a la patria no debe ser un sentimiento ocasional, sino el compromiso permanente consecuencia de haber nacido en un país y la responsabilidad que se desprende de este hecho. De la misma manera, amar a la patria se traduce en actitudes ciudadanas de entrega y trabajo gustoso por los demás que conduzcan al crecimiento intelectual, económico, moral, cultural, social y de seguridad. La construcción del país sólo se logra con el esfuerzo y trabajo personal, sumado al de todos los compatriotas.

Debemos contribuir productivamente a cultivar los valores cívicos, respetar y amar a la patria. Transmitir estos valores significa garantizar la seguridad y estabilidad de vida que las personas necesitan para desarrollarse. Cuando los valores cívicos están bien cimentados, nace la preocupación por ayudar a los demás, no sólo a nivel comunitario, sino como una extensión que traspasa las fronteras.

El patriotismo se transmite, si los padres de familia son ciudadanos conscientes y responsables de su trabajo, conducta, modales, respeto a las normas y costumbres, estarán formando futuros ciudadanos que no dejarán que el país se hunda o resquebraje. El problema de enseñar los valores cívicos en la escuela, es que fuera del aula los estudiantes no cuentan con el ejemplo y respaldo debido por parte de los adultos, entrando en un ciclo de indiferencia y rechazo hacía los símbolos patrios y todos los actos de la misma índole.

Amar a la patria es querer y fomentar todo lo bueno y positivo que contribuye a la construcción de una nación firme y solidaria. La defensa de nuestros símbolos es algo vital, son la herencia a los que disfrutarán la patria que ahora construimos, y que ellos tendrán que transmitir a la generación precedente. No esperemos que las cosas cambien por sí mismas.

miércoles, 4 de abril de 2018

El católico y la política

Dejarse acobardar por voces inmaduras que han pretendido y pretenden apoderarse del ejercicio de la política como quehacer exclusivo de unos cuantos, haciendo de esta noble tarea un coto cerrado y una industria sin chimeneas de oportunistas, es renunciar a la propia significación como hombres y cristianos.


Por Pbro. Lic. Rogelio Montenegro Quiroz *

El encabezado del artículo podría sorprender a muchos y cuestionar a otros. Podrían surgir preguntas o empezar a gestarse en la intimidad de nuestros lectores:

¿Qué no había tantos temas de la cosmovisión cristiana que podrían ocupar este espacio y la atención del autor de esta columna? ¿No parece sospechoso que un sacerdote se empiece a ocupar de la política cuando habría tantas lecciones de catequesis cristiana que enfocar en un mundo sin Evangelio como el nuestro? ¿Por qué las Iglesias y sectas de hermanos separados no se ocupan de escribir estos renglones u otros parecidos? ¿Es compaginable la piedad sincera con las manifestaciones populares y políticas de protesta? ¿Es legítimo salir de los atrios del santuario para encarar las realidades temporales que les atañen a otros?

Muchas de estas interrogantes son formularios de la estructura digestiva de un cristianismo seguro de sí mismo de las décadas pasadas; muchas de ellas acusan también la influencia de las herencias liberales de la centuria pasada. Muchos de nuestros mayores se dejaron intimar por estas voces envolviéndose entre los inciensos de un cristianismo de puertas adentro.

Pero hoy, hay otros pareceres que proviniendo de ángulos distintos cuestionan la placidez burguesa de un cristianismo no comprometido con los aconteceres, dolencias y avatares de la historia de nuestro pueblo, que se va entretejiendo diariamente con lamentos y plegarias. A veces nuestros medios televisivos en sus programaciones, con finura de un pincel imperceptible, presentan personajes de Iglesia con el atuendo y la mímica de actores vacíos, despistados de la realidad. Son críticas entre líneas irónicas y destructivas de un pasado que no quisiéramos ver que se repita, pero para las almas menos avezadas que no advierten metalenguajes y asimilan las figuras tal vez con nostalgia, es bueno advertir que muchos de esos personajes nacieron del desprecio de algunas plumas superficiales que no supieron aquilatar tiempos ni distancias.

También hay que decir que, desde el siglo XIX, dentro de la misma comunidad eclesial, vienen apareciendo doctrinas que se ocupan de explicarle al cristiano desde la Sede de Pedro y en otras muchas sedes episcopales las verdaderas actitudes frente a la comunidad y sus necesidades. Desde el año de 1891, con la Encíclica Rerum Novarum de León XIII, nace una preocupación, diríamos una moda papal continua de hacer presente el pensamiento de la Iglesia en medio de un mundo cuya cultura, si bien parte de una concepción occidental cristiana, parece a veces marcar otros pasos y otros ritmos en sus diversos desplazamientos macrosociales y económicos. Pío XI, Juan XXIII, Paulo VI y Juan Pablo II, a lo largo de nueve décadas, han producido otros tantos documentos directrices importantes, cuyos contenidos podríamos resumir así: la Cuestión Obrera, Sociedad Industrial y Producción, Desigualdades existentes entre los distintos sectores económicos, Llamado a construir la Paz, el Desarrollo Integral del Hombre, Dimensión Política de la Existencia y del Compromiso Cristiano, Revisión Profunda del Sentido del Trabajo, Actualización y Profundización de la Noción de Desarrollo, etc.

Es imposible dejar que se pierda entre las hemerotecas de los grandes diarios la voz pastoral de los Pontífices sin hacerle eco en cada página de nuestro tiempo, en un país como el nuestro, en donde se entrecruzan las ideologías y se pasan los sexenios sin que haya una participación popular sólida en el proceso de un proyecto que nos involucre a todos como cristianos, como seres humanos y miembros conscientes de nuestra propia sociedad nacional y regional.

Además, cada cristiano sabe que ha heredado una ideología y una experiencia milenaria sobre actitudes muy claras de parte de Dios y sus profetas. La hazaña del Éxodo es un gran leccionario sobre la misericordia de Yahvé y sus actitudes frente a los derechos, dignidad y libertad humanas. Es una lección práctica y paradigmática que convoca lo más hondo del hombre para luchar y vivir los amplios panoramas de la justicia social y comprometerse con una visión del mundo que involucra todo el tinglado de lo humano.

Voces como las de Amós, Jeremías, Isaías, tal vez pérdidas para la conciencia de sus contemporáneos, son parte del bagaje existencial de quienes al vivir su fe y su relación con el Dios veterotestamentario, defendieron con vehemencia la situación del pobre y explotado como parte de una tarea que ellos sintieron fundamental en la búsqueda de una coherencia de su piedad, que no podía expresarse en la plegaria, sin envolver una súplica y una actividad práctica en relación con el hermano en inferiores situaciones sociales.

“Misericordia quiero y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos” (Oseas, 6,6), no sólo es una frase de lucha sino un profundo intento por compaginar los inciensos de las víctimas del templo con una conducta diaria que armonizara plegaria y acción y conjuntar todas las líneas relacionales del ser humano para entonar un arpegio gozoso con todas las cuerdas de los instrumentos del tiempo. Permanecer al margen de la vida y sus múltiples incidencias sería huir de la parcela donde Dios nos ha ubicado y dentro de la cual quiere que florezcamos creando cielos nuevos y tierras nuevas para la esperanza primaveral de todos los creyentes.

Si a través de los Evangelios reconstruimos las actitudes de Jesús frente a la problemática social y vamos recogiendo sus palabras, haríamos un gran florilegio que los cristianos serios no podrían olvidar en sus diversos momentos de meditación y recomposición de sus propias vidas en el seguimiento del Maestro. Los niños, las mujeres, las viudas, los huérfanos, los extranjeros, los publicanos, las prostitutas, los enfermos y los pobres, forman parte del tejido social de los tiempos de Jesús, y ante ellos se gastó sus mejores gestos, palabras y acciones diarias para abrir brechas a la esperanza de un mundo más humano visto desde la ternura de Dios, que es padre y pretende fundar un Reino de Justicia y de Paz, de verdad, amor y misericordia.

Un verdadero seguidor del Rabí Galileo no puede eludir esta enorme tarea de seguir evangelizando, de seguir haciendo eco de las palabras y acciones de quien, resucitado, sigue capitaneando, erguido y juvenil, desde las bridas de su caballo blanco las huestes de la historia, empujando cada día hacia su convergencia final a cada hombre para llevarlo al encuentro en las cumbres con Dios-Amor.

Otra de las grandes herencias que con el bautismo asume un cristiano, son las mismas vivencias de los primitivos seguidores de Jesús, bellamente narradas por san Lucas en su Libro de los Hechos de los Apóstoles. La comunidad de los creyentes y precisamente porque creían en Jesús muerto y resucitado y porque se sentían hermanos en la fe y en el bautismo, compartían no solamente las oraciones y el pan eucarístico por las casas, sino que creando una verdadera fraternidad, compartían también los bienes, de tal manera que no tenían indigentes en sus grupos sino que apuraban hasta el fondo las consecuencias del común nacimiento en las aguas sacramentales, y como fruto patente e inmediato de su conversión, trazaban las líneas fundamentales de la familia de Dios conviviendo en una sola alma y un solo corazón.

Dentro del Nuevo Testamento ocupa un lugar especial el discurso de Santiago, abierto a todas las dimensiones de la existencia cristiana, apenas y sabemos o sospechamos la fecha de su redacción y las problemáticas concretas abordadas por su autor, pero sus dimensiones prácticas y morales son bien conocidas: La fe no puede ser una caricia interior, un éxtasis subjetivo, un aleteo íntimo y sin trascendencias, sino el ejercicio diario y bien circunstanciado en el tiempo y en el espacio de traducir los arrebatos interiores del alma en obras bien visibles que tengan destinatarios de carne y hueso en la cantera diaria de mi urdimbre social.

Por otra parte, los cristianos bien nacidos tenemos memoria de un pasado glorioso que fue entretejiendo sus programas doctrinales en la reflexión de los llamados Padres de la Iglesia de los siete primeros siglos. En Oriente y Occidente fueron apareciendo figuras que, por el vigor de sus raíces y la reciedumbre de sus seguridades, fueron iluminando sus propios contornos y se fueron constituyendo por los escritos y la santidad de vida, en padres espirituales de sus respectivas culturas y en faros conductores de todas las conciencias de los siglos posteriores. Estos sabios también marcaron rutas e impulsaron corazones a vivir la dimensión exacta y completa de la fe, interesando a muchos de sus contemporáneos a construir la ciudad de Dios en los mismos márgenes de la ciudad del hombre.

Crearon conciencia comunitaria en torno a las cosas de esta tierra y empujaron a no olvidar que hay tareas comunes a todo ciudadano por ser miembro de un país; tareas que son ineludibles para jalar la historia hacia delante y para crear un hábitat más digno donde nazcan, crezcan y se desarrollen todos los ciudadanos. Basilio y Agustín fueron pastores muy conscientes de estas dimensiones, de esta fe encarnada, de este caminar hacia los horizontes trascendentes de lo infinito, sin olvidar los lirios y las piedras del camino, a no fugarse de la realidad, sino asumirla y resolverla como reto diario a nuestra razón, a nuestra fe y a nuestra fantasía.

Dejarse acobardar por voces inmaduras que han pretendido y pretenden apoderarse del ejercicio de la política como quehacer exclusivo de unos cuantos, haciendo de esta noble tarea un coto cerrado y una industria sin chimeneas de oportunistas, es renunciar a la propia significación como hombres y cristianos, sobre todo cuando las comunidades primitivas y los mismos Padres de la Iglesia ya nos crearon patrones de comportamiento que con las aguas del bautismo hemos heredado.

La política es y debe ser un campo abierto para que todos los hombres conscientes de este mundo trabajen por la redención y bienestar de la raza humana.

* El autor es profesor del Seminario Palafoxiano de Puebla, Párroco del templo de Santa Rosa, Director del Instituto de Teología para Laicos Camino, Verdad y Vida. Conduce el programa de radio Buenas Noches Puebla los viernes a las 8 de la noche por la XEHR 1090 de A.M.