lunes, 16 de abril de 2012

Entre jimar y tejer el otate


Las tierras áridas de la mixteca poblana han visto a las generaciones hacer lo mismo: jimar y tejer otate. El tiempo ha sido testigo de los cientos o tal vez los miles de chiquihuites que en la casa de la Señora Rufina y en otras, se han hecho.

Sentada a la sombra de un arbusto, en medio del patio de su casa, doña Rufina partía con habilidad un material sencillo pero al mismo tiempo dócil llamado otate, que iba colocando en una base que empezaba a tener forma de estrella.

De esta manera nos vamos acercando a un mundo muy cercano a nosotros si nos remontamos a nuestras raíces indígenas, pero al mismo tiempo lejano, pues la modernidad ha irrumpido tanto en nuestras vidas que para muchos resultan desconocidos y hasta extraños términos como chiquihuite, otate o nixtamal.

En su mundo, doña Rufina Espejo Herrera me recibió amablemente y explicó cómo, desde tiempos que se pierden en la memoria, se han elaborado en su pueblo, San Lucas Tejaluca, los chiquihuites. “Desde que yo era niña aprendí a hacerlos. Mi mamá y mi abuela me enseñaron, después me casé y empecé a trabajar para mis niños. No ayuda mucho pero sí algo en los gastos de la casa.”

Ver un chiquihuite, que no lo encontramos en los centros comerciales de la ciudad, parece algo sencillo, tal vez por el mismo material con el que está elaborado, quizás por la forma tan sencilla de tejer el otate, pero significa una tradición que de generación en generación celosamente ha guardado la gente de Tejaluca, una ayuda para los raquíticos ingresos que el campo genera por la agricultura de temporal y una expresión cultural que se comparte y que se niega a desaparecer.

Chiquihuite es una palabra náhuatl (chiquihuitl) que significa “canasta” o “cesto”; y Otate (otlatl) es el material con el cual se elabora un chiquihuite, una especie de caña maciza y flexible.

El otate, nos comenta Rufina, se encuentra en el campo. “Se va a traer, allá, lejos, cerca de Coatzingo, incluso hasta Ozumba o Ixcamilpa de Guerrero. Los señores se van temprano a cortarlo y regresan ya tarde. En épocas de temporal, lo podemos encontrar en el campo y cuando no hay, lo compramos con las personas que andan en el pueblo ofreciéndolo. Hasta cien pesos llega a costar un rollo de otate. No rinde mucho, pues en ocasiones se sacan tiras más gruesas que sirven de base para el chiquihuite, y con las tiras más chicas se va tejiendo.

San Lucas Tejaluca, lugar donde se hacen los chiquihuites, es un pueblo ubicado en la sierra mixteca del Estado de Puebla, a unos 40 kilómetros de Izúcar de Matamoros, tomando la carretera a Tepexi de Rodríguez. Es un pueblo pobre que vive de la escasa producción del cultivo de temporal (maíz, frijol, cacahuate y semillas de calabaza) de una docena de cabras que constituyen su ganado y la elaboración de chiquihuites que venden a lo largo del año, principalmente a los compradores que pasan por el pueblo y que revenden en los mercados, las plazas, las ferias o fiestas de pueblos cercanos como Huehuetlán o Teopantlán, con lo que se incrementa el costo. “Un chiquihuite grande se vende en 50 pesos más o menos y uno chico en 10 pesos, pero los vendedores, el grande lo dan en 80 pesos o más”.

Con cierta pena Rufina agrega: “En el pueblo de Tejaluca la mayoría de la gente sabe hacer chiquihuites, pues desde niños se les enseñó. Los que quedan en el pueblo saben hacerlo, es un trabajo familiar en que la señora, y en ocasiones el señor y los hijos, en medio de sus ocupaciones se dan un tiempo para sentarse a la sombra de un árbol para cortar el otate, jimar las tiras hasta dejarlas listas para tejer la base e ir dando forma a un pequeño o grande chiquihuite con base de estrella o remolino”.

Las tierras áridas de la mixteca poblana han visto a las generaciones hacer lo mismo: jimar y tejer otate. El tiempo ha sido testigo de los cientos o tal vez los miles de chiquihuites que en la casa de la Señora Rufina y en otras, se han hecho.

También visitamos la casa del fiscal del pueblo, Ireneo Bonilla Hernández, quien con su esposa, Francisca Bravo Vega, nos proporcionaron más datos para la elaboración de los chiquihuites. “Al otate lo cortamos con cuchillo. Primero se raja para sacar una tira y después la jimamos para hacerla más delgada. Todos los chiquihuites se hacen con otates verdes y cuando están terminados, se van secando. Para que se pare el chiquihuite, entre la base y el cuerpo, el otate que se usa es un poco más gordo, más resistente.

“Primero se raja el otate más grueso para formar la base que puede ser una estrella o remolino. Se ponen 13 costillas que se van tejiendo con tiras delgadas. De un otate se sacan cuatro tiras. Con un cuchillo se jima la tira para quitarle el filo y dejarla delgada. En ocasiones nos llegamos a cortar, por eso usamos un pedazo de cuero para protegernos. Después se tejen cada una de las tiras, dándoles vuelta y apretándolas. Cuando se termina una, se pone otra hasta darle forma”.

Sin dejar de jimar el otate, espantando unos pollitos que se acercaban y con la sonrisa en los labios, continuó explicándonos: “Así se jima, hasta que el otate se hace delgado. Aquí la mayoría de las mujeres sabe trabajar el chiquihuite y en casi todas las casas se trabaja otate. Los chiquihuites no llevan tapa y pueden ser de diferentes tamaños, incluso se pueden hacer chaparritos.

“Si un chiquihuite es bien cuidado, puede durar dos años o más. En ocasiones es necesario fumigarlo, sobre todo cuando se usa para guardar la semilla o si en él se echa nixtamal para evitar gorgojo u otro animalito.”

Con manos expertas pero al mismo tiempo, delicadas, para no romper el otate ni cortarse, Francisca levanta la mirada y prosigue la plática. “Aquí en el pueblo usamos el chiquihuite para poner el nixtamal, para guardar tortillas, ventilar el maíz o para guardar las semillas. En algunas regiones lo usan para pizcar (pizcani, palabra náhuatl que significa “recoger”), para echar ahí las mazorcas. El color que predomina el otate es el verde aunque en ocasiones es amarillo y éste se usa para resaltar el borde del chiquihuite.”

Ireneo, que se encontraba tejiendo su chiquihuite en otro lado de la casa agregó: “Años y años de hacer chiquihuites, desde que éramos unos chamacos. Me acuerdo que los abuelos hablaban en náhuatl, trabajaban el campo y ya nosotros sabíamos hacer los chiquihuites. Se necesita habilidad para hacerlos y las niñas la tienen  más.

“Tejaluca es un pueblo que se dedica al cuidado de chivos, algunos se dedican a traer leña del campo. La mujer trabaja en la casa; muele, hace tortillas y en el tiempo que tiene libre, teje los chiquihuites”.

Pese a las condiciones económicas en las que viven la mayoría de los habitantes de Tejaluca, después de hacer sus tortillas y la comida, después de haber concluido sus labores cotidianas, hombres y mujeres de san Lucas se sientan bajo la sombra de un arbusto, jalan su rollo de otate para luego jimar y tejer, tejer y jimar, hasta dar forma a un pequeño cesto, un chiquihuite, que trascenderá las fronteras de su pueblo para ser signo de una tradición que manifiesta la riqueza y la herencia de una cultura más cercana de lo que pensamos.

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