Las tierras áridas de la mixteca poblana han visto a las
generaciones hacer lo mismo: jimar y tejer otate. El tiempo ha sido testigo de
los cientos o tal vez los miles de chiquihuites que en la casa de la Señora
Rufina y en otras, se han hecho.
Sentada a la sombra de un arbusto, en medio del patio de su
casa, doña Rufina partía con habilidad un material sencillo pero al mismo
tiempo dócil llamado otate, que iba colocando en una base que empezaba a tener
forma de estrella.
De esta manera nos vamos acercando a un mundo muy cercano a
nosotros si nos remontamos a nuestras raíces indígenas, pero al mismo tiempo
lejano, pues la modernidad ha irrumpido tanto en nuestras vidas que para muchos
resultan desconocidos y hasta extraños términos como chiquihuite, otate o
nixtamal.
En su mundo, doña Rufina Espejo Herrera me recibió
amablemente y explicó cómo, desde tiempos que se pierden en la memoria, se han
elaborado en su pueblo, San Lucas Tejaluca, los chiquihuites. “Desde que yo era
niña aprendí a hacerlos. Mi mamá y mi abuela me enseñaron, después me casé y
empecé a trabajar para mis niños. No ayuda mucho pero sí algo en los gastos de
la casa.”
Ver un chiquihuite, que no lo encontramos en los centros
comerciales de la ciudad, parece algo sencillo, tal vez por el mismo material
con el que está elaborado, quizás por la forma tan sencilla de tejer el otate,
pero significa una tradición que de generación en generación celosamente ha
guardado la gente de Tejaluca, una ayuda para los raquíticos ingresos que el
campo genera por la agricultura de temporal y una expresión cultural que se
comparte y que se niega a desaparecer.
Chiquihuite es una palabra náhuatl (chiquihuitl) que
significa “canasta” o “cesto”; y Otate (otlatl) es el material con el cual se
elabora un chiquihuite, una especie de caña maciza y flexible.
El otate, nos comenta Rufina, se encuentra en el campo. “Se
va a traer, allá, lejos, cerca de Coatzingo, incluso hasta Ozumba o Ixcamilpa
de Guerrero. Los señores se van temprano a cortarlo y regresan ya tarde. En
épocas de temporal, lo podemos encontrar en el campo y cuando no hay, lo
compramos con las personas que andan en el pueblo ofreciéndolo. Hasta cien
pesos llega a costar un rollo de otate. No rinde mucho, pues en ocasiones se
sacan tiras más gruesas que sirven de base para el chiquihuite, y con las tiras
más chicas se va tejiendo.
San Lucas Tejaluca, lugar donde se hacen los chiquihuites,
es un pueblo ubicado en la sierra mixteca del Estado de Puebla, a unos 40
kilómetros de Izúcar de Matamoros, tomando la carretera a Tepexi de Rodríguez.
Es un pueblo pobre que vive de la escasa producción del cultivo de temporal
(maíz, frijol, cacahuate y semillas de calabaza) de una docena de cabras que constituyen
su ganado y la elaboración de chiquihuites que venden a lo largo del año,
principalmente a los compradores que pasan por el pueblo y que revenden en los
mercados, las plazas, las ferias o fiestas de pueblos cercanos como Huehuetlán
o Teopantlán, con lo que se incrementa el costo. “Un chiquihuite grande se
vende en 50 pesos más o menos y uno chico en 10 pesos, pero los vendedores, el
grande lo dan en 80 pesos o más”.
Con cierta pena Rufina agrega: “En el pueblo de Tejaluca la
mayoría de la gente sabe hacer chiquihuites, pues desde niños se les enseñó.
Los que quedan en el pueblo saben hacerlo, es un trabajo familiar en que la
señora, y en ocasiones el señor y los hijos, en medio de sus ocupaciones se dan
un tiempo para sentarse a la sombra de un árbol para cortar el otate, jimar las
tiras hasta dejarlas listas para tejer la base e ir dando forma a un pequeño o
grande chiquihuite con base de estrella o remolino”.
Las tierras áridas de la mixteca poblana han visto a las
generaciones hacer lo mismo: jimar y tejer otate. El tiempo ha sido testigo de
los cientos o tal vez los miles de chiquihuites que en la casa de la Señora
Rufina y en otras, se han hecho.
También visitamos la casa del fiscal del pueblo, Ireneo
Bonilla Hernández, quien con su esposa, Francisca Bravo Vega, nos
proporcionaron más datos para la elaboración de los chiquihuites. “Al otate lo
cortamos con cuchillo. Primero se raja para sacar una tira y después la jimamos
para hacerla más delgada. Todos los chiquihuites se hacen con otates verdes y
cuando están terminados, se van secando. Para que se pare el chiquihuite, entre
la base y el cuerpo, el otate que se usa es un poco más gordo, más resistente.
“Primero se raja el otate más grueso para formar la base que
puede ser una estrella o remolino. Se ponen 13 costillas que se van tejiendo
con tiras delgadas. De un otate se sacan cuatro tiras. Con un cuchillo se jima
la tira para quitarle el filo y dejarla delgada. En ocasiones nos llegamos a
cortar, por eso usamos un pedazo de cuero para protegernos. Después se tejen
cada una de las tiras, dándoles vuelta y apretándolas. Cuando se termina una,
se pone otra hasta darle forma”.
Sin dejar de jimar el otate, espantando unos pollitos que se
acercaban y con la sonrisa en los labios, continuó explicándonos: “Así se jima,
hasta que el otate se hace delgado. Aquí la mayoría de las mujeres sabe
trabajar el chiquihuite y en casi todas las casas se trabaja otate. Los
chiquihuites no llevan tapa y pueden ser de diferentes tamaños, incluso se
pueden hacer chaparritos.
“Si un chiquihuite es bien cuidado, puede durar dos años o
más. En ocasiones es necesario fumigarlo, sobre todo cuando se usa para guardar
la semilla o si en él se echa nixtamal para evitar gorgojo u otro animalito.”
Con manos expertas pero al mismo tiempo, delicadas, para no
romper el otate ni cortarse, Francisca levanta la mirada y prosigue la plática.
“Aquí en el pueblo usamos el chiquihuite para poner el nixtamal, para guardar
tortillas, ventilar el maíz o para guardar las semillas. En algunas regiones lo
usan para pizcar (pizcani, palabra náhuatl que significa “recoger”), para echar
ahí las mazorcas. El color que predomina el otate es el verde aunque en
ocasiones es amarillo y éste se usa para resaltar el borde del chiquihuite.”
Ireneo, que se encontraba tejiendo su chiquihuite en otro
lado de la casa agregó: “Años y años de hacer chiquihuites, desde que éramos
unos chamacos. Me acuerdo que los abuelos hablaban en náhuatl, trabajaban el
campo y ya nosotros sabíamos hacer los chiquihuites. Se necesita habilidad para
hacerlos y las niñas la tienen más.
“Tejaluca es un pueblo que se dedica al cuidado de chivos,
algunos se dedican a traer leña del campo. La mujer trabaja en la casa; muele,
hace tortillas y en el tiempo que tiene libre, teje los chiquihuites”.
Pese a las condiciones económicas en las que viven la
mayoría de los habitantes de Tejaluca, después de hacer sus tortillas y la
comida, después de haber concluido sus labores cotidianas, hombres y mujeres de
san Lucas se sientan bajo la sombra de un arbusto, jalan su rollo de otate para
luego jimar y tejer, tejer y jimar, hasta dar forma a un pequeño cesto, un
chiquihuite, que trascenderá las fronteras de su pueblo para ser signo de una
tradición que manifiesta la riqueza y la herencia de una cultura más cercana de
lo que pensamos.
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