El mundo que vivimos no está dispuesto a la comunión ni a la
obediencia, no está dispuesto a colaborar contigo en la edificación de un
pueblo. Difícil misión la tuya cuando nosotros tus colaboradores –y quizá tú
mismo- vivimos cada vez más lejos de nuestra gente.
Hace algunos años, llegó a mis manos un texto que me pareció interesante publicar, pero mis
superiores consideraron muy duras las aseveraciones para ser dadas a conocer en
el semanario católico, podría tratarse como “fuego amigo”. Afortunadamente conservé
el original mecánico y años después de aquello vuelvo a leerlo y me parecen trascendentes las reflexiones que el autor propone, no con afán de provocar, como bien dice “…una
meditación sobre la grandeza de un don puesto en la fragilidad de un hombre,
meditación que quiere valer para todos los que, como yo, compartimos tu
sacerdocio.” A mi parecer, una cavilación acorde a los pensamientos del actual
Vicario de Cristo. Lo invito a leer con atención y saque sus conclusiones:
CARTA ABIERTA
Al Excmo. Sr. XXX
Arzobispo de XXX
Excelentísimo Señor:
No sería justo que dejara de dedicar a su último aniversario
una nota que vengo desde hace tiempo escribiendo sobre su persona y su
ministerio por la simple posibilidad de que la relación que me une a usted me
impida la “objetividad”. Pero también hay la posibilidad de que, aceptando lo
anterior hasta el punto de dar a la nota la forma, más “subjetiva”, de una
carta abierta, lo que voy a decirle persuada de la importancia o interés del
acontecimiento.
Querido Padre:
Hay sacerdocios que son de domingo y hay sacerdocios que son
de jueves, los hay que nacen bajo el signo de los ramos y los hay que nacen
bajo el signo del olivo; y aunque terminan todos en la cruz, hay sacerdocios
que comienzan en Jerusalén y los hay que comienzan en Getsemaní. A tu
sacerdocio maduro hay que felicitarlo, más que desde el clamor, desde el
abandono; y más desde la lucha y la agonía para serlo que desde la dignidad y
el aplauso que te hace creer que lo eres.
Yo no quisiera, pues, felicitar, en esta ocasión, al Obispo
cuya imagen ideal ha sido equiparada al autorretrato de Cristo, y cuyo deber
ser han cantado tan bellamente las Escrituras y el Magisterio de la Iglesia,
sino al hombre que es Obispo, al hombre que no es ese ideal y que, sin embargo,
lleva a cuestas una carga soportable sólo por el misterio de la cruz de Cristo.
Que la naturaleza de la Iglesia determina la naturaleza de
tu Episcopado, eso lo sabemos; y que el misterio trinitario configura tu ser y
actuar de Obispo, la Pastores Gregis
nos lo ha recordado. También sabemos, que a pesar de la teología deficiente que
muchos nosotros hicimos, que a Triple
munus que se te ha confiado es el reflejo de la misión de Cristo y que, por
tanto, tu “ser para” nosotros no te separa de tu “ser con” nosotros. Que eres
signo e instrumento, unidad, comunión y sacramento. Que tu episcopado es un
acto de amor y que, por ello, la caridad es el alma de tu ministerio, la
esperanza su impulso y la fe su más sólido fundamento. Todo esto es cierto y
repito, bien o mal, lo sabemos.
Sin embargo, el realismo nos debe llevar a reconocer que tu
vocación se vive siempre en el contexto de grandes y graves dificultades, de
debilidades propias y ajenas, de imprevistos cotidianos y de problemas
personales e institucionales, que tu compromiso está caracterizado por necesidades
cada vez más urgentes e imperiosas. Hay que reconocer también, que la
transformación ontológica realizada en tu consagración no te ha infundido la
perfección de las virtudes y que necesitas constantemente de la gracia de Dios
que refuerce y perfeccione tu naturaleza humana, tan pobre en ti como en
nosotros. Desde la conciencia de tu propia debilidad humana y de tu propio
pecado, sabes que si tu ministerio episcopal no se apoya en el testimonio de
santidad manifestado en la caridad pastoral, en la humildad y sencillez de
vida, acaba por reducirse a un papel meramente funcional y pierde totalmente
credibilidad entre nosotros y los fieles.
¿Cómo, pues, ser maestro de la fe en tiempos de creciente
incredulidad e indiferencia? ¿Cómo comunicar un evangelio que se presenta como la
plenitud de la verdad en los nuevos areópagos preñados de barbarie electrónica?
¿Cómo predicar y hacer viva y activa la Palabra en un ambiente de virtualidad
mediática? ¿Cómo introducir en el corazón del misterio de la fe a un pueblo que
practica desde niño la economía? ¿Cómo impregnar de fe a una cultura perdida en
la inmanencia? ¿Cómo hacer al oyente de la Palabra a un hombre que sólo ve y ya
no escucha? Difícil misión la tuya cuando nosotros tus colaboradores –y quizá
tú mismo- estamos cada vez más comprometidos con la tierra.
Y qué decir de tu ministerio de santificación que pugna por
realizarse en un mundo “ligth”, sin ideales ni objetivos trascendentes. De tu
ser de signo de santidad, que ya pocos comprenden a fuerza de vivir la
apoteosis de un sensualismo desbocado; de tu anuncio, ya casi sin eco, del
misterio insondable de la misericordia de Dios en unas estructuras sociales
cargadas, como nunca, de agresividad hacia el hombre. Pobre ha llegado a ser tu
denuncia del pecado en una sociedad que profesa un fácil naturalismo ético, fruto de una mentalidad
genéticamente alérgica a la trascendencia, y en consecuencia, anémica y
anómica, ha perdido el sentido mismo del pecado.
Difícil tu promoción de la oración en un mundo de masas
despersonalizadas que viven a gusto en el ruido, que desconocen el dialogo y
que transitan en la evasión. Difícil también tu presencia en la liturgia.
Celebraciones reducidas a ritos que no dicen ya nada a la gente, templos viejos
y cada vez más vacíos, lenguajes inentendibles, asambleas automatizadas e
indiferentes. Eres el administrador sumo de la gracia y cómo pesa esa
responsabilidad sobre la debilidad de tus hombros. Difícil misión la tuya cuando
sin esperanza no se puede ser santo y cuando nosotros tus colaboradores –y quizá
tú mismo- hemos dejado de levantar los ojos al cielo.
Es, sin embargo, en el ejercicio de gobierno donde más se
manifiestan las dificultades de tu ministerio de Obispo. Todos sabemos –y tú
más que nadie- que el episcopado es un servicio y no un honor, pero ¿quién cree
hoy en el poder ejercido al margen de los reflectores de la política? ¿Quién
cree en una autoridad emanada de la libertad interior, de la gratuidad
inagotable y de la generosidad incansable? El pueblo se ha acostumbrado a ver
el maridaje del poder con las riquezas, la ostentación, el despotismo y la
injusticia, ¿cómo hacerle ver un poder unido a la humildad, la sencillez, la
austeridad y la pobreza? Fundar tu gobierno en la autoridad moral y en la
santidad de vida tropieza hoy –para ti y para nosotros- con muchas y graves
dificultades. El mundo que vivimos no está dispuesto a la comunión ni a la
obediencia, no está dispuesto a colaborar contigo en la edificación de un
pueblo. Difícil misión la tuya cuando nosotros tus colaboradores –y quizá tú
mismo- vivimos cada vez más lejos de nuestra gente.
Antonio Caso escribió alguna vez, desde su atalaya de
filósofo, que la vocación de los apóstoles no pudo haber tenido mejor lugar que
en la orilla del mar –donde comienza la visión de lo infinito-, y que
Jesucristo no pudo haber llamado a mejores hombres que a los pescadores, hombres
de esperanza acostumbrados a enfrentar tormentas sobre la fragilidad de una
barca. Hoy cumple tu vida 73 años, de los cuales 35 han sido de Episcopado.
Felicidades al pescador que fue llamado un día para sostener
la esperanza; felicidades al que remendaba redes y fue considerado digno de
vivir para el servicio; felicidades al que dejó a su padre para confirmar la fe
de sus hermanos; felicidades al hombre que aceptó la responsabilidad de la
frágil barca del Maestro; y felicidades, sobre todo, al pobre hombre que lucha
cada día para ser fiel a sus promesas.
De todos modos, la carta no ha querido ser de felicitación y
sí una meditación sobre la grandeza de un don puesto en la fragilidad de un
hombre, meditación que quiere valer para todos los que, como yo, compartimos tu
sacerdocio.
“En las piedras, decía Sor Juana -verás el ‘aquí yace’; en
los corazones- decimos hoy también como ella –verás el ‘aquí vive’. Acuérdate
de nuestro deseo cuando eras presbítero y celebrabas la Eucaristía con
nosotros: ¡ad multos annos vivas!
Atentamente Pbro. XXX
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