Juan Pablo II, encíclica Mulieris dignitatem.
El 4 de marzo se celebró el día de la familia, el 8 el día
de la mujer y el 25 el día de la vida, tres celebraciones íntimamente ligadas a
“ser mujer”.
En el momento histórico que estamos viviendo es vital la
participación de la mujer en todos los ámbitos, y efectivamente, vemos que es
capaz de realizar cualquier actividad y hacerlo muy bien. Podríamos
enumerar a muchas mujeres que han destacado en la política, en la ciencia,
en la economía, en la educación y en muchos otros campos. Sin embargo, es frecuente escuchar dos posturas divergentes,
pero que convergen en un punto: la insatisfacción.
Por una parte, tenemos a la mujer que trabaja fuera de casa, orgullosa de sí misma, intentando proyectar éxito como mamá, esposa y profesionista. Sin embargo, está estresada, se empeña en hacerlo todo bien y, a pesar de todo su esfuerzo, en el fondo de su corazón se siente culpable de no estar con sus hijos y su esposo el tiempo suficiente, por alcanzar su realización personal a costa de su familia. Ante los demás siempre trata de justificarse, argumentando las necesidades materiales de la familia y que el tiempo que le brinda es de calidad.
Por una parte, tenemos a la mujer que trabaja fuera de casa, orgullosa de sí misma, intentando proyectar éxito como mamá, esposa y profesionista. Sin embargo, está estresada, se empeña en hacerlo todo bien y, a pesar de todo su esfuerzo, en el fondo de su corazón se siente culpable de no estar con sus hijos y su esposo el tiempo suficiente, por alcanzar su realización personal a costa de su familia. Ante los demás siempre trata de justificarse, argumentando las necesidades materiales de la familia y que el tiempo que le brinda es de calidad.
Por otro lado, la mujer que teniendo una profesión no
trabaja y permanece en el hogar, finge estar feliz, pues su renuncia es “por el
bien de su familia”, pero internamente mantiene un sentimiento de frustración,
pues siente que no se realiza por culpa de sus hijos; y aunque alaba a la que
trabaja, interiormente también la crítica pues considera que tiene abandonados
a sus críos; y lo peor es que ella también siente que a veces los deja por dar
prioridad a otras actividades.
Si tratamos de buscar responsables de este dilema, diríamos
que son los hombres, pues han accedido a tratar a las mujeres como “hombre”,
olvidándose de que funciona diferente a ellos. El hombre, aunque en su vida
desempeña varios roles es uni-canal, su cerebro está programado para pensar en
una sola cosa a la vez, cuando está en su trabajo se concentra en él, cuando
está en casa procura no hablar del trabajo etc. Dios dotó a la mujer de un cerebro multicanal, por eso no es
de extrañar que al mismo tiempo que prepara una junta, da indicaciones acerca
de la comida, pide le lleven la ropa a la tintorería, habla al esposo para
recordarle algún pendiente, etc.
¿Cómo llegamos a esta situación?
A principios del siglo XVIII imperaba un modelo de familia extensa, donde el varón trabajaba en el campo y la mujer, regía y administraba el hogar, educaba a los hijos, además de colaborar en actividades del campo o el comercio. En torno a ella giraba la vida de “todos”: ella organizaba, implantaba costumbres, mantenía las tradiciones; representaba roles de madre, esposa, ama de casa y trabajadora de una manera natural. Nadie se escandalizaba de saber que la esposa salía a atender el puesto familiar, a ver un enfermo, a trabajar en el campo o en la granja, sólo se quedaban en casa las mujeres enfermas o minusválidas. La mujer siempre había trabajado como “mujer” no como hombre.
Con la revolución industrial, el varón marcha a las
fábricas, quedando la mujer en casa atendiendo a los niños y ancianos. Los
hombres deciden que ellos se dedicarán a las tres actividades sociales
hegemónicas: Estado, ciencia y economía, y la mujer a su hogar; enfrentándose a
un problema que antes no existía: “Maternidad sí – trabajo no”. Como
consecuencia de esto, la institución familiar va perdiendo su interdependencia
evolucionando hacia la separación entre la vida del hogar y los negocios, lo
que lleva paulatinamente a la ruptura de la unidad familiar, quedando muchas
veces desprotegidos la mujer y los hijos.
La decisión de excluir a la mujer de ciertos ámbitos y
relegarla solo a su hogar significó una pérdida muy importante para todos,
especialmente para la propia identidad de la mujer que está llamada a darse no
sólo a sus hijos y a su esposo, sino también a la sociedad. La mujer de hoy y
de siempre está convencida de poder atender hijos, esposo y casa, teniendo,
además, tiempo y capacidad para amar a los demás.
El movimiento feminista ha luchado para que a la mujer se le
considere su capacidad para desempeñarse en ámbitos fuera del hogar y eso es
válido, el gran error está en que, en lugar de pedir sus derechos de mujer como
mujer, se ha pedido que se le integre al mundo laboral con condiciones iguales
a las del varón. Estas reglas del juego (horario fijo, jornadas extras,
competencia dentro del trabajo) la llevan a condiciones imposibles de cumplir
sin descuidar sus otros roles... Ésta es la causa de que la mujer esté metida en grandes
problemas, pues nunca podrá trabajar como un hombre.
La mujer debe trabajar como mujer y el hombre como hombre. Ciertamente ella es capaz de cubrir cualquier puesto y cumplir, tal vez, mejor que cualquier hombre, pues naturalmente está llamada a la entrega incondicional, con una fortaleza que involucra todo su ser, pero tendrá que hacerlo en su estilo femenino, sin abandonar su parte de esposa y madre.
Las condiciones iguales a las del varón e incompatibles con
sus roles de esposa y madre han enfrentado a la mujer al dilema “trabajo sí –
maternidad no”.
El corazón de la mujer está hecho para darse, para
entregarse a los demás, para enriquecer y ayudar al mundo. Si se distorsiona el
mensaje, se la lleva a acciones nacidas del egoísmo, totalmente contrarias al
amor, perdiendo su identidad, llevándola a la soledad, a la depresión, a la
frustración constante y a considerar a los hijos como “enemigos y obstáculos
para su autorrealización”.
Hoy más que nunca el mundo necesita de la participación de
la mujer, es injusto que los dones con que ha sido colmada se queden guardados;
la que ha estudiado, la que tiene una profesión, la que sabe idiomas, la que tiene un gran
corazón para entregarlo a los demás, no puede esconderse, llenando su tiempo en
gimnasios, cafecitos, centros comerciales o salones de belleza.
Si mamá trabaja sólo por buscar su propia satisfacción, los
hijos se darán cuenta de sus intenciones egoístas, en cambio, admirarán y valorarán a la
que los deja un rato para hacer el bien a un mundo urgido de su ternura y
saber.
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