domingo, 31 de julio de 2022

Ignacio de Loyola a 500 años de su conversión

Al enfrentarnos con la figura de Ignacio de Loyola, nos encontramos que, con él, ocurre algo muy parecido a lo que pasa con San Juan de la Cruz: es más conocido que leído, la mayoría apenas sabe de él otra cosa que la famosa historia de la bala de cañón que rompe su pierna en Pamplona y causa indirecta de su conversión. Pero ¿Qué pensaba? ¿Cómo era su alma? ¿Qué se planteó al fundar la Compañía? son cuestiones a las que pocos sabrían responder.

Por Mtro. José Ignacio González Molina, Pbro. ☩

Recordamos aquel 31 de julio de hace 466 años (1556), cuando expiró Iñaki o Ignacio de la Casa de Loyola, de las tierras vascas, del noreste español. El antiguo capitán de los ejércitos imperiales de Carlos V de Alemania y Primero de España, pasaba a engrosar las filas del “Rey Eternal”, como lo presenta en su libro de los Ejercicios Espirituales. Cumplía cabalmente con la oración que rezó muchas veces al decir: “Tomad, Señor y recibid todo mi ser, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad; vos me lo distéis, Señor, a Vos os lo devuelvo”. Además, se realizaba también la propuesta de la edición de la Cuarta Semana de sus Ejercicios Ignacianos: “para que, siguiendo a mi Señor en las penas de la Pasión y de la Cruz, me haga el favor de acompañarlo en las glorias de su Pascua de Resurrección”.

Ignacio nació probablemente en 1491, en el austero y sólido castillo de los Loyola (“lobos” y “olla”, como lo presenta el escudo de armas en su heráldica), en la provincia vasca de Guipúzcoa, siendo el último de los once hijos (tal vez fueron trece) de Beltrán Yánez de Oñaz y Loyola y de Marina Sáenz de Licona. En su bautismo en la Iglesia de Azpeitia, recibió el nombre de Iñigo de Oñaz y Loyola, probablemente en honor del santo benedictino Iñigo de Oña. En una carta de 1537 usó por primera vez la forma de Ignacio, posiblemente por su devoción a San Ignacio de Antioquia (primer Obispo de aquella región, a finales del siglo primero de nuestra era cristiana), conocido por su veneración al santo nombre de Jesús.


EN CONTEXTO

En medio de la belleza impresionante del campo vasco con sus montañas macizas, ricos pastizales y abundantes arroyos, Ignacio pasó sus primeros años y forjó sus actitudes recias en el seno de una familia cuyas raíces se hundían en la Edad Media y cuyos valores sólidos eran la lealtad extrema a la fe católica y la fidelidad profunda a los códigos de caballería. Inclinado por su padre a buscar “la mayor gloria de Dios” (Ad Maiorem Dei Gloriam, o clásico lema jesuítico A.M.D.G.), aprendió desde pequeño el amor entrañable a la Iglesia con los rudimentos de lectura y escritura. Su madre murió cuando él era muy pequeño. Cuando tenía 16 años, su padre voló al cielo. Probablemente en el año 1506, ya encontramos a Ignacio en Arévalo con Juan Velásquez de Cuéllar, tesorero mayor de la corte real, bajo cuya guía debía recibir la formación básica de un cortesano y gentilhombre español.

En 1516, a raíz de los complejos cambios ocasionados por la muerte del Rey Fernando el católico, Juan Velásquez cayó en desgracia en la corte. Ignacio, sin embargo, permaneció con su protector durante los días de humillación hasta que el ex-tesorero murió un año más tarde en Madrid. Su determinación inmediata lo condujo muy cerca de un potencial campo de batalla y de poder contar así con una oportunidad para alcanzar proezas militares. En Pamplona, al mando de tropas reales, se encontraba el duque de Nájera, poderosa figura en la frontera española y uno de los parientes de los Loyola. Ignacio fue a Navarra en 1517 y tomó parte en el mando del duque. Durante casi cuatro años Ignacio llenó sus días con cacerías, justas militares, negocios del duque y continuas lecturas de romances.

En medio de las disputas y batallas que sostenían los Habsburgos (Casa de Austria) con los franceses de la Casa de Valois, se encontraban los pasos montañosos de Navarra. Algunos moradores de aquella frontera entre España y Francia deseaban que cayera militarmente la ciudadela de Pamplona. Francisco de Beaumont, designado por el duque de Nájera para defender el puesto, abandonó la plaza ante el embate de los franceses. Entonces el gobernador de la fortaleza pretendió rendirse; Ignacio argumentó muy persuasivamente la defensa del sitio. Así las cosas, los mejores artilleros de Europa colocaron sus cañones ante las murallas de Pamplona, ofreciendo las condiciones de rendición. Ignacio persuadió al gobernador a no aceptarlas y se preparó con sus soldados a la batalla.

De acuerdo con una costumbre medieval, ante la ausencia de sacerdote, confesó sus pecados a un compañero. Durante seis horas los franceses atacaron los muros de la ciudadela. Finalmente, una parte de la muralla se desmoronó y la infantería se preparó a penetrar por la brecha. Allí se colocó Ignacio con la espada desenvainada dispuesta a defender el lugar. Y allí mismo cayó al destrozarle la pierna derecha una bala de cañón francés... ¡Inmediatamente se rindió la guarnición!

Durante la convalecencia y recuperación que le provocó una doble operación para aliviar su pierna deforme, que finalmente quedó un poco más corta que la otra, provocándole para siempre una leve cojera, Ignacio pidió libros de caballería para pasar el tiempo. Fue entonces cuando leyó La Vida de Cristo, del cartujano Ludolfo de Sajonia, y la Leyenda Áurea del dominico Jacobo de Varazze (Voragine). Al pasar las páginas de esta última obra conoció las hazañas de los hombres que eran descritos como “Caballeros de Dios” y dedicados al “Eterno Príncipe Jesucristo”.


FORMACIÓN INTELECTUAL Y ESPIRITUAL

En La Vida de Cristo estuvo leyendo sobre el magnánimo Jefe Jesucristo, cuya voluntad era que sus seguidores anduvieran como “caballeros santos” y miraran al “espejo de su Pasión” a fin de encontrar en Jesús las fuerzas para sufrir las penalidades de la batalla. Por medio de un poder excepcional de concentración interior, Ignacio llegó a una realidad central y fundamental en su espiritualidad: Cristo es el Rey, los santos son sus caballeros, el alma humana es el campo de batalla del conflicto trascendental entre Dios y Satanás (“enemigo de la naturaleza humana”, como lo describió muchas veces). Y por eso comenzó a pensar en lo que después perfiló como “caballería ligera a las órdenes del Papa”, refiriéndose a sus discípulos o jesuitas, con el Cuarto Voto de Obediencia al Obispo de Roma, Su Santidad, Vicario de Jesucristo.

En marzo de 1522, pensó que se encontraba sano para ir a Jerusalén como peregrino. Se dirigió al santuario de Nuestra Señora de Aránzazu y ahí permaneció en vigilia y oración toda una noche. El día 21 del mismo mes llegó al monasterio benedictino de Montserrat, en donde tres días después hizo una confesión general ante el sabio y santo Juan Chanones. En ese lugar regaló su mula a la abadía, entregó su daga y espada para que fuesen colgadas en la capilla de Nuestra Señora, y obsequió sus vestiduras de hombre noble a un mendigo; después, con su cayado en la mano y vestido con ropas de peregrino oró durante la noche ante el altar de la Virgen. En el amanecer del día 25, fiesta de la Anunciación, Ignacio asistió a la Misa y abandonó Montserrat para dirigirse al humilde pueblo de Manresa, en donde escribió los puntos esenciales de sus meditaciones ignacianas o Ejercicios Espirituales.

En 1523, Ignacio llegó a Jaffa, Tierra Santa, el 31 de agosto. Tres días más tarde, experimentó la entrada jubilosa a Jerusalén, y posteriormente la vivencia del río Jordán, Belén y el Monte de los Olivos. Permaneció en aquellos lugares santos sólo 19 días, porque el superior franciscano de allá lo alertó de los serios peligros de muerte que tenían los cristianos ante los turcos. Él y otros peregrinos tuvieron que regresar a Jaffa, con destino a Venecia, a donde arribaron en enero de 1524. Más tarde, en España, decidió a sus 33 años de edad comenzar un largo programa de estudios: tres años y medio en Barcelona, Alcalá y Salamanca. Combinaba sus labores académicas con “oficios humildes”, cuidando a los enfermos en los hospitales, impartiendo el catecismo a los niños y todo tipo de actividades de caridad como mendicante.

En 1527 fue encarcelado 22 días en Salamanca, por sospechoso e “iluminado”. En el mes de septiembre del mismo año, resolvió con mucha pena dejar España y proseguir sus estudios en la Universidad de París...

Ignacio llegó a París el 2 de febrero de 1528, para permanecer siete años en ese lugar. A los casi 37 años de edad retomó los estudios de latín, comenzó los cursos de filosofía en el Colegio de Santa Bárbara, y en marzo de 1533 recibió su licenciatura (en 1534 la maestría). En la fiesta de la Asunción de Nuestra Señora (15 de agosto de 1534) él y seis compañeros más, en la capilla de San Dionisio, situada en las faldas de Montmartre, pronunciaron los tres votos religiosos que los conformaba como pequeña compañía bien estrecha y enlazada, aunque todavía no una orden religiosa. Ese momento memorable sucedió durante el Santo Sacrificio de la Misa, oficiada entonces por el único sacerdote del grupo: el rubio y gentil saboyano Pedro Fabro.

Superando los conflictos reanudados entre los dos grandes príncipes católicos de Europa, Carlos V de Alemania (Primero de España) y Francisco I de Francia, encontramos en Venecia el 8 de enero de 1537 a Ignacio con sus antiguos compañeros, mas otros tres nuevos: Claudio Jayo, Pascacio Broet y Juan Coduri. En aquella sede republicana, todos los que todavía no eran sacerdotes, excepto Alonso Salmerón, fueron ordenados el 24 de junio del mismo 1537. Al siguiente mes de septiembre, todos reunidos en Vicenza, los nuevos sacerdotes celebraron sus primeras misas, menos Ignacio y el portugués Simón Rodríguez, quienes quisieron esperar más días de preparación en oración y penitencia. En octubre del mismo año de 1537, antes de dispersarse por las amenazas de guerra entre Venecia y el Imperio Otomano, decidieron identificarse como “Amigos en el Señor Jesús” (Amici in Domino) o “Compañía de Jesús” (Societatis Jesu, cuya abreviatura reconocemos como S.J. o también S.I. porque en latín podemos escribir indistintamente Jesu o Iesu). Al mes siguiente, Ignacio experimentó una visión mística en una capillita cercana a Roma denominada La Storta, contemplando a Dios Padre junto a Jesucristo con la cruz, con la siguiente afirmación: “Quiero que tú nos sirvas...Yo os seré propicio en Roma”.


LOS ALBORES DE LA COMPAÑÍA

Durante el año de 1538 encontramos a Ignacio y compañeros en una pequeña casa cerca de Trinità dei Monti, predicando, enseñando y atendiendo a enfermos o menesterosos en extrema necesidad. También los ubicamos en una casa situada cerca de Ara Coeli, alimentando a los exhaustos y hambrientos por las heladas del crudo invierno. En noviembre del mismo año, el Papa Paulo Tercero les aceptó el ofrecimiento de obediencia para ir a cualquier lugar del mundo, incluyendo a las Indias Orientales y Occidentales. Este hecho magnánimo fue interpretado, de hecho, como la cuasi-fundación de la Compañía de Jesús. Al año siguiente, 1539, muchos procesos de discernimiento espiritual aunados a recomendaciones temporales se presentaron a favor y en contra.

Finalmente, el 27 de septiembre de 1540, el Papa Paulo o Pablo III aprobó a La Compañía de Jesús como una orden religiosa en plenitud canónica por medio de la Bula Regimini militantis ecclesiae, con la condición de llegar a sólo sesenta religiosos. Posteriormente, tras una elección unánime, Ignacio de Loyola aceptó la elección del oficio como General (Prepósito o Superior General) de los jesuitas, el 22 de abril de 1541. Ese mismo día, él y sus compañeros de Roma se dirigieron a San Pablo Extramuros para emitir sus votos solemnes como miembros de la Compañía de Jesús. En 1544, el Papa Paulo III canceló la limitación de no sobrepasar la cantidad de sesenta jesuitas, y en 1550 el Papa Julio III confirmó solemnemente a la Compañía con la Bula Exposcit debitum.

Ignacio, excombatiente y militar disciplinado, manifestó claramente que los jesuitas pretendían ser “soldados” al servicio de Jesucristo Rey y “caballería ligera” a las órdenes del Papa, con la integración de un cuarto voto de obediencia al Sumo Pontífice, como Vicario de Cristo. Esto explica el inicio vertiginoso de las misiones jesuíticas desde su fundación, sobre todo en los territorios arrebatados a la catolicidad por las reformas luteranas y protestantes, con la finalidad de atraerlas y regresarlas a la unidad del rito romano y latino. También fue una opción preferencial para aquellos fundadores la docencia y excelencia académicas, atendiendo a las clases sociales dirigentes y los sectores precarios e indigentes.

La estrategia misionera fue semejante al avance de un ejército poderoso que abraza al enemigo en dos frentes, como en “operación pinza”, con el lema de Haec oportet facere et illa non omittere (“Esto conviene hacer y aquello no omitir”). Por eso nos explicamos que, en el norte de Europa, en aquellos tiempos de Contra-Reforma, como en otras naciones y países (incluyendo a partir de su llegada a la Nueva España en 1572) la estrategia o metodología evangelizadora intentara ser la atención de los grupos poderosos, al mismo tiempo que el apoyo a los sectores más populares e indigentes (como las misiones entre indígenas al noroeste de nuestro país).

El gran aporte ignaciano a la Iglesia universal se presentó con ocasión del Concilio de Trento. En diciembre de 1545, en aquella ciudad tirolesa se presentaron Jayo (representante del cardenal Otto Truchess von Waldburg de Augsburgo), Fabro, Laínez y Salmerón (como enviados del Papa). Habiendo fallecido Fabro en el verano de 1546, Diego Laínez y Alonso Salmerón proporcionaron entre bastidores una ayuda inteligente a los Obispos conciliares, gracias a su erudición y prudente sabiduría. De esta manera comenzó la contribución distinguida de los jesuitas al éxito de esta piedra militar en la historia de la Iglesia. Además, la providencia divina proporcionó un gran número de aspirantes al noviciado jesuita en aquellos años: en 1540 la Compañía de Jesús contaba con diez miembros, y en 1556, año de la muerte de Ignacio, existían unos mil jesuitas, incluyendo al protomártir de la Compañía Antonio Criminali, a Pedro Canisio y al antiguo Virrey de Cataluña y Duque de Gandía Francisco de Borja.


EL APOSTOLADO DE LOS JESUITAS

La educación como una forma de apostolado, en el sentido amplio que incluía la predicación y la enseñanza del catecismo, fue parte de los orígenes de la Compañía de Jesús. En 1545, Gandía fue el lugar decisivo para la fundación de los colegios jesuitas. Dos años antes, en 1543, los portugueses de Goa le pidieron a Francisco Javier algunos maestros para el colegio local de Diego de Borba.

En octubre de 1548, con la inauguración formal del colegio de Mesina (Sicilia), se presentó el primer colegio jesuita en Europa para la formación de estudiantes laicos y no necesariamente para religiosos o eclesiásticos. Fue tanto el éxito y la observación de “la mayor gloria de Dios” que el 1 de diciembre de 1551, Ignacio recomendó a la universal Compañía la multiplicación de colegios en toda Europa, insistiendo en la educación humanista, clásica e integral, con planes de estudio adecuados o perfeccionados para darle respuesta a las “necesidades sentidas” de los educandos (culmen de la Ratio Studiorum o Plan de Estudios de 1599).

Ignacio tuvo siempre predilección por la Universidad de París; quiso que los métodos parisinos se adoptaran en los colegios jesuitas: claro y graduado orden de estudios, respeto por la variada capacidad de los estudiantes, insistencia en la asistencia a clases y una abundancia de ejercicios o prácticas escolares. Por otra parte, recordando sus experiencias académicas en Alcalá y el caos de los colegios contemporáneos italianos (con clases infrecuentes y alumnos con libertad o libertinaje para elegir sus cursos), la memoria de sus experiencias en el Colegio de Santa Bárbara fue la inspiración para la pedagogía jesuítica: genialidad, clasicidad, estabilidad y popularidad (elementos que ni siquiera el gran humanista Erasmo de Rotterdam, fallecido en 1536, pudo conseguir). De aquellas fundaciones, la más ilustre fue la del Colegio Romano, abierto en 1551, como modelo de todos los centros de estudio de los jesuitas. En suma, de 1548, cuando comenzó el Colegio de Mesina, hasta el año de la muerte de Ignacio en 1556, se pusieron en marcha en Europa 33 colegios para estudiantes laicos y se aprobaron para su apertura otros 6.


MISIONEROS POR EL MUNDO

Ignacio también se involucró muy pronto con las misiones extranjeras, más allá de los mares. Cuando él falleció, sus discípulos estaban ya en las Indias Orientales, Japón, Brasil, el Congo y estaban en camino de instalarse en Etiopía. Indiscutible aliado de Ignacio para esto fue el magnánimo rey de Portugal Juan III, y desde Lisboa, con la bandera de San Vicente, los primeros misioneros jesuitas zarparon de Europa, siguiendo el ejemplo del “Divino Impaciente” (San) Francisco Javier, quien nació para la eternidad el 3 de diciembre de 1552, en la isla de Chian en el mar de China.

Ignacio pasó sus últimos 16 años de vida en Roma. Desde 1540, año de la confirmación de la Compañía, hasta 1556, cuando murió (31 de julio), solamente abandonó la Ciudad Eterna en pocas ocasiones: a Montefiascone, Tivoli y Alvito, para arreglar algún asunto o reconciliar adversarios. Él pensó abrir personalmente una misión en Africa y hacer una peregrinación a Loreto, pero en ambos casos las circunstancias se lo impidieron. Permaneció en su cuartel general guiando con amor sensible de padre y gran sabiduría la obra de sus hijos en cuatro continentes.

Él mismo o por medio de su secretario fiel, Juan de Polanco, les envió cerca de seis mil cartas. Indiscutiblemente el mayor legado o herencia que dejó para su instrucción y animación, además de los Ejercicios Espirituales, fue la obra de las Constituciones de la Compañía de Jesús.

La salud de Ignacio sufrió un serio revés en el verano de 1556. El 31 de julio su corazón dejó de latir; aquel día exhaló su último suspiro, casi cuando percibía el olor de aquella pólvora de Pamplona. Para el tiempo y el espacio de la condición humana dejó de existir para este mundo.

El peregrino, sacerdote y apóstol recibió “la corona de gloria” que San Pablo nos predica en forma trascendente. ¡Vive para siempre con el Rey Eternal!

¡Alabado sea Jesucristo con la mayor gloria de Dios!


☩ El autor fue sacerdote jesuita que ejerció su ministerio en la Arquidiócesis de Puebla. Desempeñó el magisterio en el Instituto Oriente de Puebla, en la Escuela Libre de Derecho de Puebla, en la Universidad Iberoamericana Puebla y en el Seminario Palafoxiano Angelopolitano. Escribió su columna “Mexicanidades” para los periódicos El Universal, Milenio, Síntesis, La Opinión y Koinonía. Difundió la mexicanidad en el programa de radio Suave Patria en el Sistema Estatal de Telecomunicaciones (SET), organismo público de Radio y Televisión de Puebla. Nació para el amor sin tiempo el 3 de julio de 2022.

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