“Aunque sea jade, también se quiebra / aunque sea oro, también se hiende / y aun el plumaje de quetzal se desgarra / No por siempre en la tierra ¡sólo breve tiempo aquí!... / Como una pintura nos iremos borrando / como una flor hemos de secarnos / sobre la tierra / cual ropaje de plumas / del quetzal, del zacuán / del azulejo, iremos pereciendo...”
Nezahualcóyotl
Por Mtro. José Ignacio González Molina, Pbro. ☩
Con el inicio del mes noveno del antiguo calendario romano (en latín, november, novembris) podremos considerar algunos elementos prehispánicos y otros castellanos a fin de entender más históricamente lo que vivimos hoy en día, en torno a la muerte en nuestra cultura mestiza, criolla y mexicana. Es decir, ¿qué raíces de sangre indígena y qué sentires de la tierra española nos siguen afectando en lo más íntimo de nuestro ser nacional, ante el sincretismo de “las fiestas de muertos” y de “Todos los Santos”.
EL PASADO INDÍGENA, SANGRE Y MUERTE
Ángel María Garibay en su Historia de la Literatura Náhuatl, analiza la vida religiosa y sacrificial del mundo de la sangre (chalchíhuatl) y cómo este “líquido precioso” resultaba ser el “terrible néctar para el alimento de los dioses”.
Complementando, don Alfonso Caso describió, en La Religión de los Aztecas, el más impactante de los círculos viciosos: “ni hombres ni universo pueden subsistir sin los dioses, pero sin sangre de hombres no pueden sobrevivir los dioses”.
Así pues, Teóatl, “agua divina”; Xochíatl, “agua florecida”; Atl tlachi-chinolli, “agua ardiente” como el fuego, serán otros tantos nombres de la sangre, que poetizaban la trágica simbiosis de los terrenales con los celestiales o divinales. Cuauhnochtli, tunas divinas del nopal de la condición humana, serán los corazones ofrendados “al águila” al dios-sol que es Huitzilopochtli y Cuauhchicalli, “ánfora del águila”, será la vasija en que las depositen.
Por esto, la actividad bélica resultaba parte de la esencia de la vida. Las “guerras floridas” no tenían como finalidad única la hegemonía sobre los demás vecinos, sino que resaltaban la obligación del mandato divino de la recolección de humanos para el sacrificio ritual o para el temalácatl (piedra circular en donde se ponía a la víctima atada y en combate desigual, caso típico del capitán de los señoríos tlaxcaltecas, Tlahuicole).
Más tarde, Coatlicue demandaba: “Traedme víctimas y sacrificádmelas, arrojándolas al fuego”. También decía así: “Amarillas flores abrieron su corola. Es nuestra Madre, la del rostro con máscara”.
Es decir, “flores” con el triple sentido de los cantares tenochcas: flores del campo, “flores de nuestra carne” (el maíz) y “divinas flores de los sacrificados” (corazones de las víctimas).
MENTALIDAD CASTELLANA DE CRISTIANDAD
Por el lado hispánico, sobresalía en aquélla manera de pensar la actitud bélica del cristianismo ante el mundo islámico que proponía la llamada Guerra Santa contra los infieles (cristianos, por supuesto, para los de la bandera de la Media Luna).
La Reconquista, así planteada, abarcaba todo: lo político, lo cultural, lo económico y la cosmovisión de lo religioso. Resultaba aceptado en aquel contexto que el grito de guerra, al atacar los cristianos, fuera el emotivo canto de “¡Por Santiago Apóstol y cierra (constriñe, sitia, vence) España!”
Por otra parte, se dieron las coyunturas favorables e históricas que cerraron y abrieron los ciclos de oportunidad: 1492 significó el desempleo de millares de caballeros andantes y milicias desocupadas, cuando cayó el último bastión morisco en Granada y la “válvula de escape” en la América recién descubierta, a fin de emplear a los de la espada y la cruz en tierras lejanas.
Dicho de otra forma, cuando los peninsulares llegaron a Tenochtitlán lo hicieron con casi ocho siglos de experiencia en el arte de la guerra contra los moros (Santiago se denominaba Mata-moros), en contraste con casi dos siglos de supervivencia y vencimiento de los mexica-tenochcas en la zona del lago de Texcoco y alrededores. Por lo tanto, nuestro mestizaje costó mucha sangre y muerte, que en muchas formas se sublimó con la sangre en la cruz del redentor Jesucristo.
MESTIZAJE Y CRIOLLISMO
Nuestro pueblo comenzó desde los inicios del siglo XVI a pensar y vivir con el lema de honor que se lava únicamente con sangre. En las escuelas se comenzó a dar el refrán que afirma: “la letra con sangre entra”. La muerte se reforzó en forma simbiótica con los elementos del pundonor incluso quijotesco, al mismo tiempo que integraba el sacrificio del indígena, cuando recibía a los muertos con los ramos de “las veinte flores” (tzempoal-xóchitl) y los sahumerios de incienso y copal.
Hace pocos años, un gran conocedor del mexicanismo, don Jesús Reyes Heroles, afirmaba que en México “la forma es fondo”. Ajustando lo ajustable, podríamos ratificar que efectivamente, en nuestra cultura mestiza y criolla, las formas mortuorias resultan ser al mismo tiempo, el fondo de la cuestión.
Por esto y más, la muerte para el mexicano es dolor y fiesta. Lo mismo da llorar que cantar. Incluso, en zonas rurales o indígenas se viven funerales e inhumaciones con ambiente de “matiz crepuscular”: el atardecer que incluye al sol alegre y radiante de lo que fue al medio día, con los matices oscuros y llorosos de lo que será la noche. ¡Matiz crepuscular de las seis, cuando pardea el sol y muere la tarde!
LA MUERTE EN EL MEXICANO QUE CANTA
Resulta explicable, pues, escuchar las letras y tonadas del cancionero mexicano. Entendemos por qué “la vida no vale nada, no vale nada la vida”. Comienza siempre llorando y así llorando se acaba, por eso es que en este mundo (mexicano) la vida no vale nada (Camino de Guanajuato de José Alfredo Jiménez). Más aún, Cuco Sánchez completa lo anterior cuando compara apasionadamente “las muertes” en el tiempo de las despedidas o la muerte final del “puerto de la vida” en que uno se va. Por eso escribió los versos siguientes que entonan las gargantas afinadas con tequila:
Guitarras, ¡lloren guitarras!
violines, ¡lloren igual!
No dejen que yo me vaya
con el silencio de su cantar.
Gritemos a pecho abierto
un canto que haga temblar
al mundo que es el gran puerto,
donde unos llegan y otros se van.
Ahora me toca a mí marcharme
ahora me toca a mí partir,
Guitarras, ¡lloren guitarras!
que ahí queda lleno de amor
prendido de cada cuerda
llorando a mares mi corazón...