…si la muerte es el enemigo inexorable del hombre, que trata
de dominarlo y someterlo a su poder, Dios no puede haberla creado, pues no
puede recrearse en la destrucción de los hombres…
De ordinario el fin de la vida temporal, si no está
oscurecido por la enfermedad, tiene una peculiar claridad oscura: la de los
recuerdos tan bellos, tan atrayentes, tan nostálgicos y tan claros que hablan
de un pasado irrecuperable y de una llamada inesperada. La luz que viene al
final de la vida descubre la desilusión de una vida fundada sobre bienes
efímeros y sobre esperanzas mentirosas y a veces de ineficaces remordimientos.
Allí, en la muerte, está la luz de la sabiduría que reconoce que todo era don,
todo era gracia, que esta vida mortal es, a pesar de sus vicisitudes y sus
oscuros misterios, sus sufrimientos, su fatal caducidad, un hecho bellísimo, un
prodigio siempre original y conmovedor, un acontecimiento digno de ser cantado
con gozo y con gloria: la vida, la vida del hombre, este mundo inmenso,
misterioso, magnífico, este universo de tantas fuerzas, de tantas leyes, de
tantas bellezas, de tantas profundidades, es un panorama sugestivo.
Parece que ninguno se atrevería a celebrar el último
instante de su vida con inmensa admiración y gratitud. Pero en el momento de la
muerte ¿Cómo reparar las acciones mal hechas? ¿Cómo recuperar el tiempo perdido?
¿Cómo aferrar en esta última posibilidad de opción la única cosa necesaria? A
la gratitud sucede el arrepentimiento. Al grito de gloria hacia Dios Creador y
Padre sucede el grito que invoca misericordia y perdón por la pobre historia de
la vida.
Actualmente resulta difícil hablar de la muerte porque la
sociedad del bienestar tiende a apartar de sí esta realidad, cuyo solo
pensamiento le produce angustia. Se comprende, ante todo, que, si la muerte es
el enemigo inexorable del hombre, que trata de dominarlo y someterlo a su
poder, Dios no puede haberla creado, pues no puede recrearse en la destrucción
de los hombres. Por el contrario, en vez de la muerte como realidad que acaba
con todos los seres vivos, se impone la imagen de la tierra que, como madre, se
dispone al parto de un nuevo ser vivo y da a luz al justo destinado a vivir en
Dios.
La muerte que el creyente experimenta como miembro del
Cuerpo místico abre el camino hacia el Padre, que nos demostró su amor en la
muerte de Cristo. El Catecismo de la Iglesia Católica afirma que la muerte,
“para los que mueren en la gracia de Cristo, es una participación en la muerte
del Señor, para poder participar también en su resurrección” (n. 1006).
Ciertamente, es preciso pasar por la muerte, pero ya con la certeza de que nos
encontraremos con el Padre cuando “este ser corruptible se revista de
incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad” (1 Co 15, 54).
Precisamente por esta visión cristiana de la muerte, san Francisco de Asís pudo
exclamar en el Cántico de las criaturas: “Alabado seas, Señor mío, por nuestra
hermana la muerte corporal”. Frente a esta consoladora perspectiva, se
comprende la bienaventuranza anunciada en el libro del Apocalipsis, casi como
coronación de las bienaventuranzas evangélicas: “Bienaventurados los que mueren
en el Señor. Sí, dice el Espíritu, descansarán de sus fatigas, porque sus obras
los acompañan” (Ap 14, 13).
Postre
Que siempre sí viene el Papa Francisco viene a México… No es
para menos, los mexicanos están más que complacidos con la noticia, ciertamente
es un privilegio su estancia para consolar, animar, reorientar a este pueblo que
le urge una buena dosis de bondad y esperanza, no descarte que el Vicario de
Cristo propine más de un pescozón a la clase política de nuestro país
aprovechando que tendrá la oportunidad de hablar en la máxima tribuna de la
nación.
En los próximos días se dará a conocer el programa del viaje
a detalle, sabremos qué lugares visitará y en concreto, por qué viene a nuestro
país, no creo que solamente a saludar a la virgencita de Guadalupe para caerle
bien a los mexicanos.