...no niego mi situación, más bien la asumo tal cual es y lloro cuando me siento triste, pero también duermo cuando me siento cansada, río cuando me siento alegre, como cuando tengo hambre y estoy con mis hijos, cuando estoy con mis hijos...
Por Enrique López Albores *
Cuando a Juan, de 22 años de edad y estudiante de medicina, le diagnosticaron cáncer, la noticia lo dejó frío y no supo qué decir.
De regreso a casa, su madre, que lo había acompañado a la consulta, le sirvió lo que acostumbraba cenar, y su padre, que recién llegaba del trabajo, se sentaron con él a compartir los alimentos. Nadie se atrevía a decir palabra, realmente estaban espantados, tristes y con un rayo de luz de esperanza que les decía que tal vez el médico se había equivocado, o que consultando a otro médico las cosas serían diferentes... Nada fue disconforme, las cosas estaban igual con la segunda y la tercera opinión de los médicos.
Juan había sido hasta ese momento un joven dinámico, lleno de vida, le gustaba jugar baloncesto y se dedicaba al estudio lo más que podía, situación que le permitió avanzar rápidamente en su carrera universitaria. Estaba cursando los últimos semestres y la perspectiva de trabajo era buena para él.
Juan sabía perfectamente lo que le estaba pasando, sabía con toda certeza lo que le pasaría con los tratamientos, sabía de la caída del cabello, el debilitamiento físico y una serie de cambios en sus hábitos, alimentación, estados ánimo y en aquello que le pasaría a su cuerpo. Lo sabía... y no.
Un día de tantos, entre el tratamiento y la escuela, entre la tristeza y la furia, entre el desánimo y la esperanza, un día de esos, Juan se encontró con una mujer, madre de cuatro hijos, viuda, con cáncer y sometida a las quimioterapias y demás tratamientos. Ese día fue trascendental para Juan. La mujer lucía delgada, sin cabello y con una enorme sonrisa que le iluminaba el rostro, una sonrisa que contagiaba hasta el más fantasmagórico de los rostros.
Se sentaron juntos esperando su turno para recibir la "quimio", como ellos le llamaban, mientras tanto empezaron a platicar. Ella le compartió que a veces, cuando salía de las sesiones se sentía desfallecida, pero lo que le daba ánimos y fuerza para seguir adelante era el recuerdo de sus cuatro hijos esperándola para comer o para cenar cuando había algo qué cenar. Le platicó cómo la más pequeña de sus hijas, estaba aprendiendo a leer y el gusto que sentía la niña y ella misma cuando lograba formar una sílaba o una palabra. La niña no sabía que su mamá tenía cáncer, tampoco sabía que, tal vez, pronto la perdería, lo único que sabía era que su mamá le ayudaba con su tarea un poco y la acompañaba cada que tenía miedo en la oscuridad de la noche.
Juan escuchaba entre conmovido y alegre, pero siempre atento siguiendo la narración de aquella madre que se debatía entre la vida y la muerte, hasta que se atrevió a preguntarle: ¿Le tiene usted miedo a la muerte? Y ella le contestó:
"Hace tiempo dejé de tenerle miedo, al principio era algo que me atormentaba, era algo que no me dejaba dormir, me daba miedo pensar que pronto dejaría de ver a mis hijos, me daba miedo pensar que mis hijos no podrían hacer nada para sobrevivir, me daba miedo pensar que me enterrarían y quedaría sola en el cementerio, me daba miedo muchas cosas, y, gracias al miedo había empezado a dar cabida cada vez más a esta enfermedad que me está disminuyendo día a día, me di cuenta que era yo quien le daba entrada al desánimo, y también me di cuenta de que la vida se me estaba escapando entre los malestares, la angustia y el miedo. Sobre todo, me di cuenta que, quizá los últimos días de mi vida, los estaba echando al bote de la basura porque no los pasaba con mis hijos. Desde ese día, decidí que, independientemente con todo y el dolor físico que llego a experimentar por el tratamiento, los momentos en que yo me sintiera bien, sean los que sean, dure lo que duren, los utilizaría pasando tiempo con ellos, disfrutando lo que sí tengo cuando los escucho sonreír, hablar o gritar.
También decidí ese día hacer un trato con la muerte y le dije: "Muerte, yo sé bien que estás cercana, sé muy bien que en el momento que te plazca me puedes llevar, pero sería lo mismo si no tuviera esta enfermedad que tengo, así que, desde hoy quiero decirte que no me detendré pensando en lo que tú me aguardas, no me detendré a pensar en lo que me espera cuando me tomes de la mano, no desperdiciaré el tiempo dejando que me entierres tu aguijón en mi corazón, desde hoy muerte, disfrutaré a mis hijos y de cada uno de los detalles de la Vida. ¡Sí, la vida! que me da cada día, cada minuto, en cada sonrisa, en cada amanecer, en cada persona que encuentro en la calle, en el hospital o donde sea que me encuentre. Muerte, serás bienvenida cuando vengas pero por lo pronto mi encuentro es con la VIDA".
Desde ese día, mi estimado joven, la muerte guardó su aguijón para mí y también para mis hijos los mayores quienes ya se dan cuenta de la situación.
Desde ese día, no niego mi situación, más bien la asumo tal cual es y lloro cuando me siento triste, pero también duermo cuando me siento cansada, río cuando me siento alegre, como cuando tengo hambre y ESTOY CON MIS HIJOS, cuando ESTOY CON MIS HIJOS.
Juan y otras personas que sin querer escucharon las reflexiones de aquella mujer y su canto a la vida, se quedaron impactados y en silencio pero pensando cada quien para sus adentros lo que quiso, pero a Juan ese día le cambió la perspectiva de su propia existencia.
Llegando a casa compartió la experiencia con sus padres, compartieron sus sentimientos, sus miedos, su dolor y también compartieron un pacto, un pacto de vida, desde ese día vivirían lo que tenían que vivir disfrutando cuando había algo por disfrutar y también llorando cuando había motivos para ello.
Juan decidió volver al baloncesto, cada que podía salía con sus amigos, fue recuperando la alegría de vivir cada día, fue transformando su experiencia de una experiencia de dolor sin sentido a una experiencia de crecimiento y fortalecimiento espiritual que le permitía distinguir entre aquello que podía hacer dentro sus limitaciones y aquello que ya no podía hacer por las mismas limitaciones y descubrió que... lo que podía hacer era mucho más de lo que hacía incluso cuando estaba sin el cáncer: encontrarle un sentido a su existencia gracias a la enorme sensibilidad que había desarrollado dentro las circunstancias que la vida le había deparado.
El final de la historia de Juan todavía no se puede escribir, el final de su historia no viene al caso en este momento, porque él menos que nadie todavía no piensa en ese final, no le interesa, está mucho más centrado en el "presente" que la vida le regala a cada momento, a cada paso, con cada persona.
Solamente queda una pregunta por hacernos: ¿Qué es más importante, lo que nos pasa o la actitud que tomamos frente a eso que nos pasa?
* El autor es catedrático en la Universidad Iberoamericana Puebla y en la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla (UPAEP). Consultor en empresas como BBVA Bancomer, ThyssenKrup, Federal Mogul, Holcim Apasco, Grupo Lamitec, entre otras, en donde ha integrado equipos de alto desempeño e impartido seminarios de formación a nivel gerencial y mandos medios.
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