El nuevo año es el escaparate de las oportunidades, de las maravillas y los milagros, no es una esperanza ocasional, ni producto de un juego de rituales y magia, más bien, tener la valentía de asumir el tiempo con esperanza, oportunidad para la realización plena del amor de Dios.
El 2010 ya se fue, muchos de nosotros tal vez lo vivimos en medio de dificultades y situaciones incomprensibles que reflexionadas y repensadas a la luz de la voluntad del Padre eterno, nos pueden hacer crecer como seres humanos y como hijos del Altísimo. Los días se sucedieron entre desavenencias y adversidades, entre límites y confrontaciones que dejaron profundas huellas en nuestro ánimo y no permitieron que sanaran las viejas heridas. Sin embargo, las primicias del año 2011 son el momento oportuno para mirar hacia delante, siempre hacia arriba, porque Dios, padre y madre, nos da lo que necesitamos, sólo eso, para madurar y continuar el peregrinar terreno.
Es edificante ver, en la tarde del 31 de diciembre, familias que circulan frente al tabernáculo divino en los diversos templos para dar gracias al Señor del tiempo y de la historia, eso habla de la posibilidad de creer y de que el Todopoderoso no ha perdido la confianza en el hombre. Él siempre ha sido bueno con cada uno y por ello nuestro corazón debe sentirse todavía más agradecido. Todo tiene sentido si se transparenta en la claridad de la voluntad de Dios: lo que hicimos mal o cuando dejamos de hacer bien, nuestras heridas, nuestros resentimientos, nuestras envidias, nuestra pereza, nuestro orgullo frente a la vida, todo aquello que nos ató, aquello que nos esclavizó.
Comenzar un año nuevo es oportunidad de caminar en la libertad de los hijos de Dios, es ocasión para salir al encuentro de la propia felicidad con un corazón agradecido, porque si no valoramos el trabajo que Dios ha hecho por nosotros y entramos al nuevo año con la tristeza del pasado, con la angustia de lo que nos hizo sufrir, el nuevo tiempo se tornará como el deseo de fugarse del presente para esperar algo nuevo como si fuera fortuna, como si fuera la suerte la ejecutora de nuestra vida alejándonos de la responsabilidad de la propia existencia.
El nuevo año es el escaparate de las oportunidades, de las maravillas y los milagros, no es una esperanza ocasional, ni producto de un juego de rituales y magia, más bien, tener la valentía de asumir el tiempo con esperanza, oportunidad para la realización plena del amor de Dios. “Nuestra vida depende de la Divina Providencia de Dios y sin Él nada podemos hacer “pues en Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hechos 17,28). Es Él quien nos cuida, quien nos protege, quien nos provee de lo necesario para cada día, pues cada jornada tiene su propio afán y lo necesario para que podamos descubrir su amor, un amor que se complace en renovar todas las cosas, que se regocija en compartirse en cada instante. Es Dios mismo que se comparte con nosotros especialmente en la Eucaristía. Por eso, podemos decidirnos desde este momento a desear y esperar un buen año que se realizará como Dios lo ha proyectado a pesar de nuestra equivocada libertad.
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