jueves, 23 de diciembre de 2010

A los hombres y mujeres de buena voluntad

Si la alegría de la Navidad invadiera el ánimo de las instituciones responsables del bien común, incluida la Iglesia católica, la gran esperanza del pueblo mexicano no se verá frustrada por aquellos, que apostando al fracaso, engendran derrotismo y desesperanza.



En espera del acontecimiento que marcó el rumbo de la historia, hemos recorrido las cuatro semanas de Adviento. Colocados en la antesala de la Navidad, las posadas y aguinaldos nos atraen hacia la única razón de la variedad de luces, árboles, pesebres, regalos y buenos deseos de paz, armonía y felicidad: el nacimiento del Salvador. Dios no está lejos, ni encerrado en el impenetrable santuario de los tiempos antiguos, ni en el etéreo cosmos de las ideas y los pensamientos, ni en la fría crueldad de la indiferencia. Dios es cercano, siempre en la inconmensurable compasión de Padre nunca ajeno, sino siempre presente con las alturas y profundidades de la misericordia. Dios es Padre, como afirma el Papa “que nos sigue con cariño en el respeto de nuestra libertad: esto es motivo de una alegría profunda que las cambiantes vicisitudes cotidianas no pueden arañar”.

Dios no sólo está cerca, vive en nosotros, clavado como flecha expansiva en la dimensión de la alegría, de la felicidad que camina de la mano con el dolor y el sufrimiento como tarjeta de felicitación paradójica, incongruente e irrisoria. Sin embargo, la Navidad fascina por el giro de la lógica humana: el amor de Dios que se hace hombre, que inicia el camino en la inocencia de un niño que transpira alegría de amar y capacidad de ser amado (aún cuando la temporalidad de su carne terminará en la ignominiosa muerte de Cruz) entrecruza la alegría y el sufrimiento y los sigila con el efecto abrasivo del amor que nos hace comprensibles la serenidad en el martirio cotidiano de la vida y las sonrisas en medio de las pruebas de la existencia.

Fieles al anuncio del Evangelio, abracemos el reto de anunciar la paz en la tierra a los hombres y mujeres de buena voluntad, de actualizar la semántica de la solidaridad que no debe debilitarse frente a la discordia y el egoísmo de algunos grupos y personas, de permanecer unidos en esta coyuntura histórica que atraviesa el país como constructores del Reino de Dios y de una sociedad más justa y equitativa.

Si la alegría de la Navidad invadiera el ánimo de las instituciones responsables del bien común, incluida la Iglesia católica, la gran esperanza del pueblo mexicano no se verá frustrada por aquellos, que apostando al fracaso, engendran derrotismo y desesperanza.

La Buena Nueva anunciada en la noche de Belén, en la gloria de los ángeles, en el sueño de los pastores, en la estrella de los magos, reanime la cordura de quienes poseen en sus manos la fuerza para sacar a México de la automarginación, para alcanzar consensos que permitan la novedad de los tiempos actuales, para alejar la prioridad de los propios intereses y la tentación de un protagonismo egoísta, para hacer de esta Navidad, eso, una feliz Navidad.

Postre

Los últimos días de este mes han sido de gran consternación. Por un lado el reconocimiento público por sus logros en materia de derechos humanos a Isabel Miranda de Wallace y la profunda consternación por el asesinato de Maricela Escobedo, una mujer que solo reclamó justicia y que la impunidad y la corrupción abonaron el camino para cegar su vida. Qué decir de la liberación de Diego Fernández de Cevallos, alegró a toda la clase política pero duró poco el gusto tras conocerse el infierno que vivieron los habitantes de San Martín Texmelucan.

Ojalá, ojalá que en lo que resta del año tengamos días en calma, los necesitamos.

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