En la familia, lo que más arrastra a los hijos es el ejemplo de la fe, de cariño, de sinceridad, de amor ¡Qué importante es para la formación de los hijos la vivencia de la fe, que debe tocar también la esfera de lo humano y el testimonio de vida que los padres dan a sus hijos! En los padres de familia, no hay nada en sus vidas, ni personal ni de pareja, por insignificante que pueda parecer, que no tenga un eco positivo o negativo en sus hijos.
Cuando los hijos ven que su padre se levanta temprano todos los días para ir al trabajo, cuando saben que jamás se permite una trampa, que es fiel a la palabra dada a Dios y a todas las personas, que se entrega a su familia con más ardor incluso que a su trabajo; o cuando ven que su madre es la primera en servir o en sacrificarse por los demás, que busca con desinterés hacerlos felices, que sus padres procuran vivir el mayor tiempo posible juntos; entonces palabras como honradez, trabajo, responsabilidad, lealtad, sacrificio, adquieren en los hijos un significado muy concreto, una carga afectiva y una fuerza de atracción mucho mayor.
Y cuando los hijos ven que sus padres son fieles a la promesa que se hicieron, que se aman y se respetan, que con el paso del tiempo no olvidan los gestos de cariño entre ellos, que no se permiten una palabra acalorada o una discusión, que el diálogo y la comprensión son la norma ordinaria en su trato; entonces los hijos aprenden para toda la vida lo que significa, de verdad, amor, cariño y donación; y desearán y serán capaces, a su vez, de vivir así en su matrimonio y futura familia. Tienen que ser exigentes con sus hijos, es cierto, y nunca transigir en las cosas importantes; pero el ejemplo siempre ha de ir por delante. De este modo, la palabra irá impregnada de una particular autoridad y fuerza persuasiva. La educación, la exigencia diaria, si no fáciles, se harán al menos más llevaderas y gustosas.
Vivir la fe en la familia implica conocer y aceptar todo el mensaje del galileo. No podría ser de otra manera, ya que a Cristo sólo se le puede seguir realmente cuando se le acepta como Él es, en su totalidad, con las páginas luminosas de gloria y de promesa del Evangelio, y también con aquellas otras que hablan de cruz y de renuncia. Pero hay un mandamiento que es el precepto por excelencia, aquél que resume todos los demás y es perfección de la fe que profesamos: “amaos los unos a los otros como yo os he amado; en esto conocerán todos que sois mis discípulos” (Jn 13, 34-35). Si en algo ha de distinguirse una familia es precisamente en la integridad y pureza con que vive el mandamiento del amor.
La vida diaria en familia es un excelente gimnasio para ejercitarse en la verdadera caridad, un intercambio continuo de oportunidades para amar y ser amados: un detalle que busca hacer feliz al otro, un rostro de acogida y de interés sincero por él, un momento dado con gusto cuando alguien se encuentra en necesidad, una palabra de comprensión y de perdón, etc. No caigamos en el engaño de creer que por el hecho de vivir bajo un mismo techo, el amor y el conocimiento recíproco se dan por descontado; al contrario, es preciso crecer en el amor a base de pequeños detalles, de salir cada uno de sí mismo para poner lo que está de su parte.
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