jueves, 1 de junio de 2017

Restaurar la Plaza Pública

Estamos en el siglo XXI, época de continuas sorpresas, de nuevos progresos tecnológicos. Tenemos la ciencia y la técnica, pero nos falta meditar sobre la grandeza del hombre, su origen y su destino.


Por Pbro. Guillermo Hernández Flores

Hace veinticinco siglos, en Grecia, en la antigua Atenas, los anhelos del hombre por la libertad, por la belleza, por el saber, por el descubrimiento de sí mismos, por acercarse a los recónditos del ser y la existencia, por la verdad, florecieron en el horizonte de la humanidad. Era entonces el anuncio de la aurora que traía el comienzo de una nueva civilización, pletórica de luz y de gracia para la razón del hombre: la civilización occidental.

Los primeros hombres que se atribuyeron la empresa de abordar esta aventura se llamaron a sí mismos sophoi, es decir, sabios. En la evolución de los conceptos y las personalidades, estos sabios perduraron con el nombre de sofistas, algo así como pseudo sabios. Los primeros sofistas eran hombres hábiles en el manejo de la palabra, eran retóricos cuyo arte de persuadir con la palabra les permitía vociferar la capacidad de persuadir a cualquiera de cualquier cosa. A pesar de sus habilidades, los sofistas generaron desconfianza en la capacidad humana de conocer la verdad: todo depende del punto de vista, todo es relativo y el hombre es la medida de todas las cosas, en el sentido de que son como el hombre quiere. Los sofistas decían que no existe el ser; que si existiera sería incomprensible y si fuera comprensible sería incomunicable. Como consecuencia los dioses se estremecían en el Olimpo ante la amenaza de su extinción y la moral andaba por los suelos.

En estas circunstancias aparece un hombre en el areópago de Atenas, retando a los sofistas. Se llamaba Sócrates y no decía de sí mismo que era sophós, sino philósopho, es decir, deseoso o amante de la sabiduría. No se consideraba en posesión de la sabiduría, sino buscador, aficionado, como quien está lejos de lo que busca.

Platón, gran discípulo de Sócrates, dirá que los filósofos desean y buscan el saber, como captación de la verdad, en cambio, algunos sólo buscan opiniones y apariencias, estos tales eran llamados filodoxos. Kant se lamenta de que muchos transforman la filosofía en filodoxia, como si no pudiéramos alcanzar más que meras opiniones sobre la realidad, y no verdaderas certezas. Sócrates, Platón, Aristóteles, Pitágoras, eran enamorados de la verdad. En el siglo XX, Etienne Gilson afirmaba que la primera pregunta que se debiera hacer a un estudiante de Filosofía es esta: “tú, ¿realmente estás enamorado (de la verdad)?”

Sin embargo, esta verdad o sabiduría que anhela el filósofo, ¿es sólo curiosidad? Evidentemente no. Por supuesto que hay una gran dosis de curiosidad, de asombro, de admiración ante la existencia del cosmos. Pero si buscamos el principio de todas las cosas, no sólo es para admirarlo sino para descubrir el sentido de la vida. Es decir, se trata de saber qué sentido tiene la existencia para poder vivir de modo adecuado a lo que somos.

Hace veinticinco siglos deambulaban un gran número de relativistas y escépticos, y unos cuantos que se esforzaban en conocer y difundir la verdad de las cosas: del mundo, del hombre y de Dios. Estos son los grandes temas constantes a lo largo de la historia: el mundo, el hombre y Dios. ¿Qué hay de verdad sobre estas cuestiones? ¿Qué podemos conocer del mundo, del hombre y de Dios? ¿Cómo acercarnos al mundo, al hombre (nosotros mismos) y a Dios? ¿Qué hay de la verdad? ¿Qué hay de la bondad? ¿Qué hay de la belleza? ¿En qué consiste la verdadera sabiduría? ¿Y la ética? ¿Cómo debe ser mi conducta para vivir con autenticidad humana?

Después de veinticinco siglos la filosofía continúa haciéndose las mismas preguntas. Estamos en el siglo XXI, época de continuas sorpresas, de siempre nuevos progresos tecnológicos. Tenemos la ciencia y la técnica, pero nos falta meditar sobre la grandeza del hombre, su origen y su destino. Más allá del rendimiento y la utilidad hemos de poder discurrir sin límites, el progreso material necesita del progreso espiritual.

En este siglo de dinero y placeres, en que la ciencia y el saber se desarrollan sólo al servicio de la técnica y del mercado, se detecta un vacío de espíritu. Más que nunca se requiere el saber desinteresado, la contemplación desde las altas cumbres. La misma ciencia y el progreso material replantean la necesidad de filosofar, es decir, de ir en busca del último principio que nos dé alguna razón de todo cuanto existe.

Es necesario que el areópago se restaure, la plaza pública desde donde los griegos supieron dar al hombre la conciencia de sí mismo. Esa es la pretensión de este espacio: una paráfrasis de aquella plaza pública, un lugar donde podamos admirar y maravillarnos de las realidades de la philosophia perennis, desde donde las preguntas para el espíritu broten libres y espontáneas abriendo el espacio para amar y encontrar la sabiduría, desde dónde la razón y la fe descubran, en un infinito banquete esponsal, la unidad, la belleza, la verdad y la bondad del ser.

Termino con una reflexión de Jaime Balmes de un libro publicado en 1846, “Todo lo que concentra al hombre”: “En un siglo de metálico y de goces, en que todo parece encaminarse a no desarrollar las fuerzas del espíritu, sino en cuanto pueden servir a regalar el cuerpo, conviene que se renueven esas grandes cuestiones, en que el entendimiento divaga con amplísima libertad por espacios sin fin. Sólo la inteligencia se examina a sí propia.

“La piedra cae sin conocer su caída; el rayo calcina y pulveriza, ignorando su fuerza; la flor nada sabe de su encantadora hermosura; el bruto animal sigue sus instintos, sin preguntarse la razón de ellos; sólo el hombre, esa frágil organización que aparece un momento sobre la tierra para deshacerse luego en polvo, abriga un espíritu que, después de abarcar el mundo, ansía por comprenderse, encerrándose en sí propio, allí dentro, como en un santuario donde él mismo es a un tiempo el oráculo y el consultor.

“Quién soy, qué hago, qué pienso, por qué pienso, cómo pienso, qué son esos fenómenos que experimento en mí, por qué estoy sujeto a ellos, cuál es su causa, cuál el orden de su producción, cuáles sus relaciones: he aquí lo que se pregunta el espíritu; cuestiones graves, cuestiones espinosas, es verdad; pero nobles, sublimes, perenne testimonio de que hay dentro de nosotros algo superior a esa materia inerte, sólo capaz de recibir movimiento y variedad de formas; de que hay algo que con su actividad íntima, espontánea, radicada en su naturaleza misma, nos ofrece la imagen de la actividad infinita que ha sacado el mundo de la nada con un solo acto de su voluntad”. (J. Balmes, Filosofía Fundamental, I, cap. 1, § 4).

No hay comentarios:

Publicar un comentario