Bienaventurados los que comparten no como una dádiva sino
con la clara conciencia de que solamente son administradores de las riquezas
que a todos pertenecen. Bienaventurados los que luchan por la justicia para que
no sea el asistencialismo que avergüenza sino la relación horizontal que
dignifica las estructuras sociales.
Por María Eugenia Sánchez Díaz de Rivera *
La pobreza es un escándalo y es una bienaventuranza. Es un
escándalo cuando significa la imposibilidad para los seres humanos de
reproducir la vida digna en comunidad, mientras hay grupos de seres humanos que
derrochan los bienes de la tierra.
Es bienaventuranza cuando significa un bienestar sencillo
que nos hermana con los demás y nos ayuda a permanecer como peregrinos que
somos. No podemos, los que queremos seguir a Cristo, por más vueltas que le
demos, escapar a la interpelación de la pobreza, como escándalo que reclama el
compromiso social, y como bienaventuranza que demanda profundidad existencial.
Se trata, pues, de una interpelación que tiene varias dimensiones: La
modificación de estilos de vida, la lucha por la justicia y la profundidad
mística.
Es un hecho constatable que la cultura de la abundancia
genera pobreza. Los estilos de vida que se han vuelto modelos de felicidad y
que de alguna forma viven una porción limitada de la población mundial, no sólo
son inviables ecológica y socialmente para la totalidad de los seres humanos,
sino están a la base de la dinámica de exclusión y depredación de la economía
mundial. Únicamente es posible mantener formas de vida con tan altos índices de
consumo de energía, de agua y de producción de desechos, si la mayoría de la
población carece de ellos.
La pobreza como bienestar sencillo para todos parecería el
camino a seguir si se quiere salvaguardar la convivencia social y la salud del
planeta. Modificar esa realidad es muy difícil, por lo que significa revertir
andamiajes sociales, hábitos individuales y valores colectivos. Pero
paradójicamente no parece haber otro camino.
La modificación de estilos de vida que permitan una mayor
equidad social y una mejor gestión de los recursos naturales, no puede darse
haciendo caso omiso de la dimensión política, concretamente de la lucha por la
justicia que indudablemente tiene un componente conflictivo del que la vida de
Jesús es un claro ejemplo.
La lucha por la justicia supone aprender a vivir la
confrontación no violenta, que es no violenta pero que es confrontación, y que
debe darse a nivel local, institucional, eclesial, nacional, internacional.
Es un modo de ser y de trabajar, es una exigencia del amor
cristiano por la víctima y por el victimario, a la escala y de la gravedad o
levedad que sea esa injusticia.
Finalmente, la profundidad mística es esa dimensión
indispensable para disponernos a acoger esos dones del Espíritu, siempre
presentes, capaces de darnos la fortaleza y la alegría necesaria para ser
pobres, desinstalados, dispuestos a compartir, conscientes de nuestra
vulnerabilidad, co-responsables con Jesús de la construcción de la fraternidad
que es la materia prima de la salvación. Es la profundidad mística la que nos
abre los ojos para descubrir a Jesús en el pobre, en el que sufre, en el preso,
independientemente de la bondad subjetiva de ese pobre, de ese sufriente o de
ese preso.
Armido Rizzi, dice que la comunidad espiritual por
excelencia es la comunidad de bienes, porque la “compartición” de bienes es la
manera privilegiada de renunciar a sentirnos dueños de los demás y de la
naturaleza, reconociendo así a un único Señor. Porque la comunidad de bienes es
la que nos lleva a desabsolutizar la riqueza y hacernos tomar conciencia de
nuestro carácter de peregrinos. Porque el pan que es algo “material”, al
compartirlo se convierte en “espiritual”, y aficionarnos a las bellas liturgias
y a las actividades artísticas consideradas tradicionalmente espirituales,
pueden convertirse en un acto “carnal” en el sentido bíblico, si se evade con
ello la preocupación existencial por la construcción de la fraternidad, si nos
olvidamos del pobre, del huérfano, de la viuda, del forastero, es decir, de los
excluidos, discriminados, y explotados de la sociedad actual.
“Bienaventurados los pobres porque de ellos es el reino de
los cielos”, “bienaventurados los pobres de espíritu”, es decir, aquellos que
tienen la fuerza espiritual de compartir sus bienes con los necesitados de
ellos. Bienaventurados los que comparten no como una dádiva sino con la clara
conciencia de que solamente son administradores de las riquezas que a todos
pertenecen.
Bienaventurados los que luchan por la justicia para que no
sea el asistencialismo que avergüenza sino la relación horizontal que dignifica
la que esté a la base de las estructuras sociales.
Bienaventurados porque no hay vida espiritual profunda, ni
gozo real interior, sin la solidaridad cotidiana con el sufrimiento del débil y
del excluido.
Ojalá y podamos ser, como comunidad cristiana “Sacramento
del Dios hecho Pobre” como dijo el cardenal Roger Etchegaray.
* La autora es académica investigadora del
Departamento de Humanidades de la Universidad Iberoamericana Puebla