sábado, 23 de septiembre de 2017

La pobreza como escándalo y bienaventuranza

Bienaventurados los que comparten no como una dádiva sino con la clara conciencia de que solamente son administradores de las riquezas que a todos pertenecen. Bienaventurados los que luchan por la justicia para que no sea el asistencialismo que avergüenza sino la relación horizontal que dignifica las estructuras sociales.


Por María Eugenia Sánchez Díaz de Rivera *

La pobreza es un escándalo y es una bienaventuranza. Es un escándalo cuando significa la imposibilidad para los seres humanos de reproducir la vida digna en comunidad, mientras hay grupos de seres humanos que derrochan los bienes de la tierra.

Es bienaventuranza cuando significa un bienestar sencillo que nos hermana con los demás y nos ayuda a permanecer como peregrinos que somos. No podemos, los que queremos seguir a Cristo, por más vueltas que le demos, escapar a la interpelación de la pobreza, como escándalo que reclama el compromiso social, y como bienaventuranza que demanda profundidad existencial. Se trata, pues, de una interpelación que tiene varias dimensiones: La modificación de estilos de vida, la lucha por la justicia y la profundidad mística.

Es un hecho constatable que la cultura de la abundancia genera pobreza. Los estilos de vida que se han vuelto modelos de felicidad y que de alguna forma viven una porción limitada de la población mundial, no sólo son inviables ecológica y socialmente para la totalidad de los seres humanos, sino están a la base de la dinámica de exclusión y depredación de la economía mundial. Únicamente es posible mantener formas de vida con tan altos índices de consumo de energía, de agua y de producción de desechos, si la mayoría de la población carece de ellos.

La pobreza como bienestar sencillo para todos parecería el camino a seguir si se quiere salvaguardar la convivencia social y la salud del planeta. Modificar esa realidad es muy difícil, por lo que significa revertir andamiajes sociales, hábitos individuales y valores colectivos. Pero paradójicamente no parece haber otro camino.

La modificación de estilos de vida que permitan una mayor equidad social y una mejor gestión de los recursos naturales, no puede darse haciendo caso omiso de la dimensión política, concretamente de la lucha por la justicia que indudablemente tiene un componente conflictivo del que la vida de Jesús es un claro ejemplo.

La lucha por la justicia supone aprender a vivir la confrontación no violenta, que es no violenta pero que es confrontación, y que debe darse a nivel local, institucional, eclesial, nacional, internacional.

Es un modo de ser y de trabajar, es una exigencia del amor cristiano por la víctima y por el victimario, a la escala y de la gravedad o levedad que sea esa injusticia.

Finalmente, la profundidad mística es esa dimensión indispensable para disponernos a acoger esos dones del Espíritu, siempre presentes, capaces de darnos la fortaleza y la alegría necesaria para ser pobres, desinstalados, dispuestos a compartir, conscientes de nuestra vulnerabilidad, co-responsables con Jesús de la construcción de la fraternidad que es la materia prima de la salvación. Es la profundidad mística la que nos abre los ojos para descubrir a Jesús en el pobre, en el que sufre, en el preso, independientemente de la bondad subjetiva de ese pobre, de ese sufriente o de ese preso.

Armido Rizzi, dice que la comunidad espiritual por excelencia es la comunidad de bienes, porque la “compartición” de bienes es la manera privilegiada de renunciar a sentirnos dueños de los demás y de la naturaleza, reconociendo así a un único Señor. Porque la comunidad de bienes es la que nos lleva a desabsolutizar la riqueza y hacernos tomar conciencia de nuestro carácter de peregrinos. Porque el pan que es algo “material”, al compartirlo se convierte en “espiritual”, y aficionarnos a las bellas liturgias y a las actividades artísticas consideradas tradicionalmente espirituales, pueden convertirse en un acto “carnal” en el sentido bíblico, si se evade con ello la preocupación existencial por la construcción de la fraternidad, si nos olvidamos del pobre, del huérfano, de la viuda, del forastero, es decir, de los excluidos, discriminados, y explotados de la sociedad actual.

“Bienaventurados los pobres porque de ellos es el reino de los cielos”, “bienaventurados los pobres de espíritu”, es decir, aquellos que tienen la fuerza espiritual de compartir sus bienes con los necesitados de ellos. Bienaventurados los que comparten no como una dádiva sino con la clara conciencia de que solamente son administradores de las riquezas que a todos pertenecen.

Bienaventurados los que luchan por la justicia para que no sea el asistencialismo que avergüenza sino la relación horizontal que dignifica la que esté a la base de las estructuras sociales.

Bienaventurados porque no hay vida espiritual profunda, ni gozo real interior, sin la solidaridad cotidiana con el sufrimiento del débil y del excluido.

Ojalá y podamos ser, como comunidad cristiana “Sacramento del Dios hecho Pobre” como dijo el cardenal Roger Etchegaray.

* La autora es académica investigadora del Departamento de Humanidades de la Universidad Iberoamericana Puebla

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