Los cristianos, conscientes
de sus pecados posteriores al bautismo, se cubren de este polvo que inicia el
camino largo de la cuaresma, recibiendo también una imposición de manos y una
aspersión con agua bendita que los acompaña durante este camino que va a
terminar con la absolución de sus pecados el Jueves Santo.
Por Pbro. Lic. Rogelio Montenegro Quiroz *
La ceniza es el fruto gris de la combustión de leños y otros
materiales perteneciente a la cultura madre de todos los pueblos y milenios. No
sabemos cuándo se incorpora a la semántica espiritual de los hombres, pero en
las páginas bíblicas aparece muy temprano. A veces en las traducciones de los
sabios alejandrinos es sinónimo de polvo y ya desde el Génesis (18,27), en los
diálogos de Abraham con su Dios, la expresión “yo que soy polvo y ceniza” lleva
juntos los sustantivos acusando su primera sinonimia, pero además refiriéndose
a la intrascendencia e insignificancia del hombre frente a Dios.
En su sátira contra las idolatrías (Is 44,20), también incorpora
la expresión “…a quien se apega a la ceniza, su corazón engañado le extravía”. Se
refiere a los que no reflexionan y apegan su ánimo a los espejismos vanos e
insustanciales del mundo. Según Ezequiel 18,28 los soberbios serán reducidos a
ceniza sobre la tierra pues polvo somos, todos provenimos del adamah original y
nos diluimos tarde o temprano en el servil polvo del camino.
En cambio, el sensato, que en los sinsabores del pecado y
sus secuelas o en la intimidad de sus reflexiones y en sus diálogos con Dios,
va aprendiendo la verdad de sus dimensiones entiende que el polvo y la ceniza
son buenas expresiones de perentoriedad. Por eso Jesús Ben Sirac preguntaba
“¿Por qué se enorgullece el que es tierra y ceniza, si ya en vida es su vientre
podredumbre?” y al invitar a sus contemporáneos a la penitencia los definía
exactamente como polvo y ceniza (Eclo 10,9; 17,32).
Los sabios y los piadosos son los únicos que aceptan encarar
la verdad de sus vidas, la irrelevancia del propio significado, y de acuerdo
con la cultura de su tiempo, se sentaban sobre ceniza o se cubrían con ella la
cabeza (Jb 42,6; Jon 3,6; Jdt 4,11-15), como testimonio público del
convencimiento sobre la propia valía.
Pero también la Biblia recoge otro significado muy unido al
anterior sobre el uso sentimental y religioso de estos polvos, cuya presencia
en los rituales de la vida, viene de tiempos inmemorables. Expresa en ocasiones
de tragedia, el dolor intenso que se retuerce en la intimidad y se manifiesta,
como en el caso de Tamar, cubriendo su cabeza con ceniza, rasgando su túnica y
gritando al caminar (2S 13,19).
Frente a las amenazas de muerte el hombre llora y vocea su
desgracia y con la ceniza exhibe ante el pueblo la pérdida fatal de sus anhelos
y afectos (Est 4,1-4; 1M 3,47), llegando inclusive a alimentarse de este
humilde reducto de las combustiones (Sal 102,10; Lm 3,16). El profeta Jeremías,
desde el 3,14 al 6,26 describe la invasión de los babilonios a Jerusalén en el
año 587 a.C. y en este último verso hay una invitación a la penitencia y a
cantar las endechas amargas de la tragedia mientras sus habitantes se ciñen de
saco y se revuelcan en ceniza, en señal de un duelo dolorosísimo.
Es pues la ceniza, tal como venía viajando en aras de la
tradición de los pueblos, parte integral de los rituales manifestativos de la
conciencia sensata sobre el valor de la vida, pero también sacramento del dolor
frente a la desgracia que agrieta los sueños, grita los peligros y canta las
amarguras frente a la fatalidad.
La nada, y el dolor frente a la nada, del ser y del no ser,
del ser hoy y no ser mañana, la contingencia total del barro y la
intrascendencia que sin ambages ni rubores se acepta y se vive con el pan
cotidiano. Y como el pecado es enredo irreflexivo ante la brillantez falaz de
las cosas y la lejanía de Dios, el polvo y la ceniza también expresan la
dolencia por la precipitación en los antros de la nada, donde separados de
Dios, se pierden los horizontes del amor y brújula de los significados.
Después de la blanca emoción de la noche bautismal el
neófito descubre con asombro que hay fuerzas interiores de negra procedencia, que,
a pesar de los buenos propósitos y las rutilantes luces celestiales, jalonean y
a veces precipitan a los cristianos que no mantienen una auténtica unión con
Dios en los precipicios del pecado. Esta experiencia común engendra rituales
cuyas raíces se nos pierden atrás del velo programático de la cuaresma, pero
que para los siglos III y IV ya se conocen mejor.
Los que cometían faltas graves las confesaban normalmente en
secreto con el obispo y éste las corregía y le imponía una penitencia previa a
la absolución. Pedro de Alejandría (+ 311) fija en cuarenta días los ayunos y
los demás ejercicios penitenciales anteriores a la reconciliación. Esta
regulación, unida a otros elementos ya existentes, tales como la celebración
del triduo en la luna llena del cordero pascual, memorial anual del mes de
Nisan y las lecturas bíblicas de las cuarentenas de oración y penitencia, de
Moisés, Elías y Jesús, fueron conformando los espacios y creando los rituales
para penitentes y catecúmenos que aceleraban los trayectos finales de sus
respectivos procesos teniendo como meta la gran celebración de la muerte y
resurrección de Cristo.
Antes de finales del siglo V, al miércoles y al viernes anterior
al primer domingo de cuaresma, se les empieza a ver como prefacios inmediatos
de preparación y se les asignan lecturas especiales que hablan de oración,
caridad y mortificaciones corporales. Los penitentes primero y desde el siglo
IX toda la Iglesia, reciben la imposición de la ceniza brindándole, a través de
la lectura de Joel, vida a este ritual veterotestamentario.
Los cristianos, conscientes de sus pecados posteriores al
bautismo, se cubren de este polvo que inicia el camino largo de la cuaresma,
recibiendo también una imposición de manos y una aspersión con agua bendita que
los acompaña durante este camino que va a terminar con la absolución de sus
pecados el Jueves Santo.
Los estratos de las culturas se sobreponen unos a otros en
el espesor de los tiempos. Palabras, usos y costumbres viajan a veces como
residuos insustanciales cuya significación convencional se ha ido gastando con
el esmeril milenario de las aguas del mismo río. Las raíces conceptuales han
desaparecido en la sucesión eslabónica de las generaciones.
Hoy la ceniza en nuestros terceros mundos, la reciben
multitudes por no sé qué intereses supersticiosos o devociones baratas. La
reciben ladrones, mentirosos y adúlteros sin ninguna referencia conductual ni
confesión pública y menos arrepentimiento y cambio de vida. La ofrecen clérigos
y laicos indistintamente sin ninguna explicación de su significado singular y
como inicio de una cuarentena de días preparatorios a la más grande de todas
las celebraciones de nuestra Iglesia.
La ceniza se ha vuelto parte de un folklore fervoroso y
romería anual de subjetivas motivaciones con significados plurales. Este
fenómeno podría ser la medida de la falta de una evangelización seria en
nuestra Iglesia. Cuando el pueblo inventa devociones o rebaja significados
oficiales, es que la antropología religiosa se desborda y las didácticas han
quedado rebasadas.
* El autor es profesor del Seminario Palafoxiano de Puebla, Párroco del templo de Santa Rosa, Director del Instituto de Teología para Laicos Camino, Verdad y Vida. Conduce el programa de radio Buenas Noches Puebla los viernes a las 8 de la noche por la XEHR 1090 de A.M.
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