martes, 13 de febrero de 2018

Miércoles de Ceniza

Los cristianos, conscientes de sus pecados posteriores al bautismo, se cubren de este polvo que inicia el camino largo de la cuaresma, recibiendo también una imposición de manos y una aspersión con agua bendita que los acompaña durante este camino que va a terminar con la absolución de sus pecados el Jueves Santo.


Por Pbro. Lic. Rogelio Montenegro Quiroz *

La ceniza es el fruto gris de la combustión de leños y otros materiales perteneciente a la cultura madre de todos los pueblos y milenios. No sabemos cuándo se incorpora a la semántica espiritual de los hombres, pero en las páginas bíblicas aparece muy temprano. A veces en las traducciones de los sabios alejandrinos es sinónimo de polvo y ya desde el Génesis (18,27), en los diálogos de Abraham con su Dios, la expresión “yo que soy polvo y ceniza” lleva juntos los sustantivos acusando su primera sinonimia, pero además refiriéndose a la intrascendencia e insignificancia del hombre frente a Dios.

En su sátira contra las idolatrías (Is 44,20), también incorpora la expresión “…a quien se apega a la ceniza, su corazón engañado le extravía”. Se refiere a los que no reflexionan y apegan su ánimo a los espejismos vanos e insustanciales del mundo. Según Ezequiel 18,28 los soberbios serán reducidos a ceniza sobre la tierra pues polvo somos, todos provenimos del adamah original y nos diluimos tarde o temprano en el servil polvo del camino.

En cambio, el sensato, que en los sinsabores del pecado y sus secuelas o en la intimidad de sus reflexiones y en sus diálogos con Dios, va aprendiendo la verdad de sus dimensiones entiende que el polvo y la ceniza son buenas expresiones de perentoriedad. Por eso Jesús Ben Sirac preguntaba “¿Por qué se enorgullece el que es tierra y ceniza, si ya en vida es su vientre podredumbre?” y al invitar a sus contemporáneos a la penitencia los definía exactamente como polvo y ceniza (Eclo 10,9; 17,32).

Los sabios y los piadosos son los únicos que aceptan encarar la verdad de sus vidas, la irrelevancia del propio significado, y de acuerdo con la cultura de su tiempo, se sentaban sobre ceniza o se cubrían con ella la cabeza (Jb 42,6; Jon 3,6; Jdt 4,11-15), como testimonio público del convencimiento sobre la propia valía.

Pero también la Biblia recoge otro significado muy unido al anterior sobre el uso sentimental y religioso de estos polvos, cuya presencia en los rituales de la vida, viene de tiempos inmemorables. Expresa en ocasiones de tragedia, el dolor intenso que se retuerce en la intimidad y se manifiesta, como en el caso de Tamar, cubriendo su cabeza con ceniza, rasgando su túnica y gritando al caminar (2S 13,19).

Frente a las amenazas de muerte el hombre llora y vocea su desgracia y con la ceniza exhibe ante el pueblo la pérdida fatal de sus anhelos y afectos (Est 4,1-4; 1M 3,47), llegando inclusive a alimentarse de este humilde reducto de las combustiones (Sal 102,10; Lm 3,16). El profeta Jeremías, desde el 3,14 al 6,26 describe la invasión de los babilonios a Jerusalén en el año 587 a.C. y en este último verso hay una invitación a la penitencia y a cantar las endechas amargas de la tragedia mientras sus habitantes se ciñen de saco y se revuelcan en ceniza, en señal de un duelo dolorosísimo.

Es pues la ceniza, tal como venía viajando en aras de la tradición de los pueblos, parte integral de los rituales manifestativos de la conciencia sensata sobre el valor de la vida, pero también sacramento del dolor frente a la desgracia que agrieta los sueños, grita los peligros y canta las amarguras frente a la fatalidad.

La nada, y el dolor frente a la nada, del ser y del no ser, del ser hoy y no ser mañana, la contingencia total del barro y la intrascendencia que sin ambages ni rubores se acepta y se vive con el pan cotidiano. Y como el pecado es enredo irreflexivo ante la brillantez falaz de las cosas y la lejanía de Dios, el polvo y la ceniza también expresan la dolencia por la precipitación en los antros de la nada, donde separados de Dios, se pierden los horizontes del amor y brújula de los significados.

Después de la blanca emoción de la noche bautismal el neófito descubre con asombro que hay fuerzas interiores de negra procedencia, que, a pesar de los buenos propósitos y las rutilantes luces celestiales, jalonean y a veces precipitan a los cristianos que no mantienen una auténtica unión con Dios en los precipicios del pecado. Esta experiencia común engendra rituales cuyas raíces se nos pierden atrás del velo programático de la cuaresma, pero que para los siglos III y IV ya se conocen mejor.

Los que cometían faltas graves las confesaban normalmente en secreto con el obispo y éste las corregía y le imponía una penitencia previa a la absolución. Pedro de Alejandría (+ 311) fija en cuarenta días los ayunos y los demás ejercicios penitenciales anteriores a la reconciliación. Esta regulación, unida a otros elementos ya existentes, tales como la celebración del triduo en la luna llena del cordero pascual, memorial anual del mes de Nisan y las lecturas bíblicas de las cuarentenas de oración y penitencia, de Moisés, Elías y Jesús, fueron conformando los espacios y creando los rituales para penitentes y catecúmenos que aceleraban los trayectos finales de sus respectivos procesos teniendo como meta la gran celebración de la muerte y resurrección de Cristo.

Antes de finales del siglo V, al miércoles y al viernes anterior al primer domingo de cuaresma, se les empieza a ver como prefacios inmediatos de preparación y se les asignan lecturas especiales que hablan de oración, caridad y mortificaciones corporales. Los penitentes primero y desde el siglo IX toda la Iglesia, reciben la imposición de la ceniza brindándole, a través de la lectura de Joel, vida a este ritual veterotestamentario.

Los cristianos, conscientes de sus pecados posteriores al bautismo, se cubren de este polvo que inicia el camino largo de la cuaresma, recibiendo también una imposición de manos y una aspersión con agua bendita que los acompaña durante este camino que va a terminar con la absolución de sus pecados el Jueves Santo.

Los estratos de las culturas se sobreponen unos a otros en el espesor de los tiempos. Palabras, usos y costumbres viajan a veces como residuos insustanciales cuya significación convencional se ha ido gastando con el esmeril milenario de las aguas del mismo río. Las raíces conceptuales han desaparecido en la sucesión eslabónica de las generaciones.

Hoy la ceniza en nuestros terceros mundos, la reciben multitudes por no sé qué intereses supersticiosos o devociones baratas. La reciben ladrones, mentirosos y adúlteros sin ninguna referencia conductual ni confesión pública y menos arrepentimiento y cambio de vida. La ofrecen clérigos y laicos indistintamente sin ninguna explicación de su significado singular y como inicio de una cuarentena de días preparatorios a la más grande de todas las celebraciones de nuestra Iglesia.

La ceniza se ha vuelto parte de un folklore fervoroso y romería anual de subjetivas motivaciones con significados plurales. Este fenómeno podría ser la medida de la falta de una evangelización seria en nuestra Iglesia. Cuando el pueblo inventa devociones o rebaja significados oficiales, es que la antropología religiosa se desborda y las didácticas han quedado rebasadas.


* El autor es profesor del Seminario Palafoxiano de Puebla, Párroco del templo de Santa Rosa, Director del Instituto de Teología para Laicos Camino, Verdad y Vida. Conduce el programa de radio Buenas Noches Puebla los viernes a las 8 de la noche por la XEHR 1090 de A.M.

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