Por Pbro. Lic. Rogelio Montenegro Quiroz
Barro y espíritu en el crucigrama de todas las culturas, conciencia de vida y muerte entre los interrogantes consignados por los humanos y la pluralidad de las respuestas. Desde la sencilla creencia de que al morir todo se diluye y se vuelve al humus maternal de la génesis primigenia, hasta la sospecha de la esperanza del más allá coloreado por múltiples réplicas.
El otoño fue siempre tiempo privilegiado de la reflexión y de las nostalgias según se van registrando las traslaciones en la piel y las canas de la testa o simplemente se contempla el perezoso desprender de las hojas de los árboles al planear con el viento de la tarde, su caída plural y amarilla sobre los pastos lánguidos cuyos tallos fenecen. Los dioses también mueren; Osiris en Egipto, Tammuz en Mesopotamia y Babilonia, Baal en Canaán, con los mismos estertores planetarios.
Los pueblos de estas tierras también entre sus miedos animistas y sus domésticos fervores creían en un mundo de sombras y oscuridad cuyas divinidades Mictlántecuhtli y Mictecacihuátl precedían los avernos hasta donde tenían que viajar los difuntos pasando antes por muchas pruebas entre colinas y desiertos, el encuentro con un cocodrilo llamado Xochitonatl y el viento de filosas obsidianas. Iban los viajeros acompañados de un perro y un bastón con espinas para su defensa, llevando como ofrenda para los dioses mencionados flores, comidas e inciensos para lograr su benevolencia allá en las profundidades de la tierra.
Los dioses suponen siempre representaciones masculinas y femeninas que conforman los panteones domésticos y comunitarios de todo ese mosaico de razas precolombinas. Las imágenes personifican, materializan ideas, fantasías, y promueven cultos y devociones que brotan de la esperanza arraigada en la trascendencia. Lo más profundo de mí mismo, mi mente y mi corazón y sus grandes anhelos de justicia, de paz y amor no pueden esfumarse con el vaho de la muerte. Si algo es verdad, en esta intrascendente vida, es la flor y el canto, la esencia del espíritu, su perfume más preciado, su poesía y sentido de la vida, el color y el rostro de lo divino. Algo permanece, no todo se disuelve entre las grietas del barro de la tierra.
Pero la muerte siempre se entendió como el último suspiro, como el último hálito de una conjunción maravillosa que en las mentes babilónicas, egipcias, sumerias e israelitas atribuían poéticamente a la voluntad de sus dioses. La Biblia dice que Yahvé Dios formó al hombre del polvo de la tierra e insufló en sus narices aliento de vida. Bella y plástica pantalla de los orígenes divinos de la raza humana. Así que la muerte es la disyunción final del adamáh y el pneuma, es una confesión de lo finito, de lo tremendamente contingente de la vida, por lo menos en este escenario que nos entorna.
Los poetas de las literaturas occidentales hablaron de la muerte como de una dama que va por el mundo con su guadaña segando vidas, cortando proyectos y provocando lágrimas. La imaginan vestida con ornamentos largos y propios de otras épocas y la desnudez ósea de su rostro formando parte del juego macabro de los lenguajes populares y de las realidades recurrentes en la espiritualidad de San Ignacio. Hablar de la muerte era referirse a una metáfora familiar, transparente, que en los pronunciamientos cotidianos rondaba las esquinas de las viejas calles coloniales y los pliegues íntimos de nuestra conciencia. Hasta que en 1965 en los estados de Hidalgo o Veracruz algunos oportunistas la empezaron a invocar dándole identidad propia y fuerza salvadora, ofreciéndole así a las multitudes sencillas de nuestro pueblo, no sólo desevangelizado sino analfabeto, pues no podía trascender la imagen milenaria o las cargas ancestrales que habían permanecido calladas bajo la inconciencia de la piel de cinco siglos y ahora brotaban, con la reciedumbre contextual de cincuenta millones de pobres, como amenaza potencial de la avalancha fenoménica del caos de la desesperanza.
A los muchos nombres y expresiones que ya cargaba la jerga popular de nuestras burlas mexicanas, ahora ha crecido el número de sus designaciones y el folklore colorístico de sus representaciones. Se le conoce como la “Santa Niña”, la “Comadre”, la “Poderosa Señora”, la “Blanca”, la “Parca” y la “Santísima”. Sus imágenes, como ya dijimos, portan vestidos largos de varios colores según las circunstancias, guadaña, balanza, brazos y falanges de donde penden pulseras de diversos metales según la generosidad de sus devotos.
No es fácil crear calendarios y rituales y soportes sociales completos pues los de la Iglesia Católica han venido creciendo con los siglos, y las costumbres se transmiten, imperceptibles, en el engranaje de las relaciones generacionales. Por eso los nuevos propagadores de su culto, por impotencia o sagacidad, han recargado sus tramoyas y desplazamientos en las liturgias establecidas, facilitando con el paralelaje, el ágil deslizamiento de su popularidad.
Sus principales devotos o por lo menos lo más acaudalados son los narcotraficantes, los que caminan diariamente en el filo de su guadaña y en la estrechez nérvica de sus momentos claves, la invocan, la cuelgan de oro en el recinto de su pecho, la premian con sus exvotos y la celebran con los rituales que presiden sus dirigentes. Ellos, los fuera de la ley, los de los grandes vicios que hace tiempo quemaron las naves de su seguridad, convocan sus poderes para el éxito de sus aventuras y el buen desenlace final de sus destinos.
Pero también los otros, los pobres e ignorantes, los que nunca recibieron la brújula de sus caminos, los que cargan sus mundos a la espalda de sus desconsuelos, los atrapados en el espacio plural de las plurivalencias, los tales que nunca redimensionaron la ética, la plegaria y la sobrenaturalidad de los poderes; los mismos que creen que los desplazamientos de los astros afectan la conducta de los hombres, los que juegan con las coincidencias y en otros tiempos adoraron aves, cuadrúpedos y reptiles; ellos que levantaron altares en Delfos, en Karnac y en los teocalis; los que nunca creyeron en un Dios Todopoderoso, sabio, providente y misericordioso; espiritual y trascendente, van por el mundo arrastrando su miseria y adorando la personificación de la muerte, llevándole regalos nacidos del reflejo de su imagen y semejanza, como cigarrillos, puros y tequila.
La amenaza se cierne en el horizonte, pero no tiene remedio, la explosión biológica de la sobrepoblación venció las coordenadas posibles de la educación familiar, escolar y eclesial; rompió las mallas de lo inesperado y sus epifanías ya visibles, como el comercio de ambulantes, los niños de la calle, el fácil resentimiento social acaudillado por conductores falaces que hablan de paraísos populistas y en lo religioso rompieron el abanico de la unidad en el estallido de las sectas, hasta llegar a la ignorancia supina de adorar a la muerte, conforman la marcha de los jinetes modernos del Apocalipsis.