Sebastián de Aparicio llegó hasta ese lugar y debió oír que a los colonos les ofrecían tierras de cultivo, de tal manera que quedó avecindado en la Puebla de los Ángeles, convertido en labrador, sembrando trigo, tal vez en las inmediaciones de Atlixco, pues allí estaban los mejores labrantíos.
Por Arq. Eduardo Merlo Juárez
En el templo franciscano de Puebla hay un anexo que se edificó para honrar a la Virgen María, a través de una diminuta imagen, de corte romántico, que, según la tradición, acompañó a los soldados españoles durante la campaña de conquista; por ello se le llama “La Conquistadora”. Vale la pena admirar esta obra de arte, una de las más antiguas que existen en México, disputando tal honor, con la de los Remedios de México y también con la cholulteca. El nicho de plata tiene la forma de un águila bicéfala, símbolo de la Casa de Austria, a la que pertenecieron Carlos V y Felipe II.
No obstante, el abolengo de la escultura mariana, el fervor y la atención se enfocan a una urna, también del argentífero metal, en la que se han representado magníficas escenas de la vida de uno de los hombres más positivos que hayan pisado suelo mexicano. Se trató de un español que llegó como todos, sin nada, “a hacer la América”, pero que, a diferencia de muchos, no resultó encomendero ni depredador de los indígenas. Me refiero a Sebastián de Aparicio del Prado, originario de la Gudiña, en el corazón de Galicia.
Cada año, de México viene la colonia de gallegos a sonar sus gaitas y a bailar alegremente a aquel paisano que, de recorrer los senderos de México, se volvió moreno como los habitantes de esta tierra, y “bueno como el pan”, como ellos. Cuando él nació, no se conocía aún la existencia de México, apenas se consolidaba la primacía de España en el Nuevo Mundo, y se ocultaban los descubrimientos para evitar que se adelantaran los insaciables portugueses.
Corría el año de 1502, cuando el recién nacido fue víctima de una de esas terribles epidemias que asolaban a Europa y que luego fueron heredadas a América. Su madre ante el temor de que se le obligara a recluir a la criatura en algún hospital -entonces aquello era peor que la cárcel- decidió llevarlo a despoblado para tratar de velar por su salud, sin embargo, del mal se esperaba lo inevitable. De acuerdo con las versiones aceptadas se dice que una noche entró una loba y lamiendo sus tumores, lo sanó, tomándose el hecho como premonitorio. De esta manera salvó la vida el prohombre.
No pretendemos aquí hacer una apología de su vida religiosa, pues de ello han escrito muchos autores, empezando por el afamado Padre Tetona en 1632. Además, si usted siente deseos de conocer más a fondo la vida y virtudes de Aparicio, basta con que visite su capilla. En ella están pintadas las escenas más importantes. Un gracioso verso describe en cada una lo que se presenta en el cuadro. Queremos enfatizar la aportación material que el buen gallego hiciera a nuestro país.
Después de gozar su niñez en los lares familiares, pasó a Salamanca donde sirviendo como criado tuvo ocasión de conocer a los gañanes y caballerangos, aprendiendo sin dificultades a montar primeramente y luego a amansar caballos, oficio harto difícil, pero muy importante en aquellos tiempos. Distintas circunstancias lo guiaron a San Lúcar de Barraneda, puerto importante de donde Colón salió para regresar con la novedad de un mundo nuevo. En ese sitio se relacionó Sebastián, que según sus biógrafos era de muy buen carácter, con marinos de los “siete mares” escuchando las más emocionantes aventuras y las descripciones fantásticas con que solían adornar sus experiencias. No era nada remoto, en aquellos medios que la gente se tragara la idea de que en alta mar vivían los más temibles monstruos, de que, en la lejana América, todavía no llamada así, existían ciudades de oro y plata, países tropicales en donde las amazonas amaban a los hombres para luego matarlos cruelmente.
Nuestro santo seguramente escuchó estas patrañas, pero al mismo tiempo conoció el arte de la mercadería, pues a San Lúcar y a Cádiz llegaban los más distintos productos del Asia, África y América. Fuese luego a Zafra, sitio en que aún perduraban habitantes moros, cuyo trato permitió afinar el conocimiento de la albeitería, y, sobre todo, la doma de los briosos corceles andaluces.
Teniendo pocas oportunidades de progresar, y recordando los relatos de los marinos se motivó para emigrar hasta las Indias, donde no faltaban las ocasiones de enriquecerse. Era difícil emigrar, la Corona Española restringía sobremanera los viajes y trataba de tener un control estricto de los pasajeros. La medida era para evitar una migración en masa de los muchos hispanos que entonces andaban sin trabajo. También era esencial poner coto a una posible infiltración de protestantes y moros, se pensaba que, de esa manera, las colonias no tendrían la contaminación ideológica que la dejaba sentir en lberia.
Sebastián se inscribió en las listas de aspirantes que debían ser investigados minuciosamente por el “Consejo de Indias”. Su condición de albéitar (especie de veterinario-domador de caballos) le franqueó el paso. Ciertamente hacían falta en todas partes hombres especializados, pues la época de los aventureros conquistadores estaba llegando al fin de su esplendor. Lamentablemente no sabemos la fecha de su embarque, aunque se piensa que, tras un lento y penoso viaje, llegó hasta la Española (hoy Dominicana) y de ahí para Santiago de Cuba, entrando al puerto de Veracruz en el año de 1533.
Ya no estaba tan joven, tenía 31, años y un fuerte entusiasmo. Seguramente le impresionó la desolación que mostraba la antigua Chalchihuecan, nombre original del páramo en que Cortés desembarcara un Viernes Santo. Mucho más impresionado lo dejaría la mísera vereda que conducía hasta la población, río adentro (hoy la Antigua). La mayor parte de los viajeros se lamentaban del clima insalubre y muchos de ellos enfermaban gravemente. El camino se hacía a pie, o en silla de manos, si es que se contaba con dinero suficiente, algunos a caballo o en mula, pero no abundaban estos animales. A medida que se remontaba la pendiente el ambiente se mejoraba, de tal manera que, al parar en las frecuentes ventas o postas, se podía descansar del agotador camino.
En aquel entonces la ruta obligada era de Veracruz a la Antigua, de ahí hasta Plan del Río, luego hasta la parte alta de la Sierra Madre, en donde se dice que un tal, “Pero”, de gran estatura, había puesto un mesón, le decían cariñosamente “Perote”. Seguía el camino para pasar por territorio tlaxcalteca y a través de Texcoco entrar a México. Sin embargo, se había hecho una ligera desviación, de tal manera que se tuviera que pasar por una “puebla” o caserío en ciernes con el propósito de que sirviera de descanso para los viajeros y al mismo tiempo acogiera a españoles que desearan vivir honestamente, dedicándose a las labores del campo, sin detrimento de los indios.
Sebastián de Aparicio llegó hasta ese lugar y debió oír que a los colonos les ofrecían tierras de cultivo, de tal manera que quedó avecindado en la Puebla de los Ángeles, convertido en labrador, sembrando trigo, tal vez en las inmediaciones de Atlixco, pues allí estaban los mejores labrantíos.
Una de las cosas más comunes era el empleo de mano de obra indígena, muy barata desde entonces, hasta para las tareas más viles. Los pobres aborígenes cargaban en sus espaldas hasta los mismos españoles; ni qué decir de los cargamentos de mercancías. A nadie se le había ocurrido resolver este problema, ni siquiera a los frailes que defendían contra viento y marea a sus catecúmenos.
Aprovechando el oficio de albéitar, Sebastián empezó a hacerse famoso en la región, de tal manera que era solicitado con mucha frecuencia, lo que le permitió ahorrar un buen capital y aprovechar las remesas de bovinos que llegaban a Veracruz. Con un ímpetu laborioso, mandó construir carretas, como las que llenaban los caminos españoles, les unció bueyes y empezó a alquilarlas para la carga de Veracruz a Puebla y luego a México.
Cuando todo esto nos parece una buena idea y un éxito desde el principio, recordemos qué angostas veredas hacían las veces de caminos. Las carretas de Aparicio abrieron las primeras rutas formales. Sus arrieros y carreteros fueron paulatinamente mejorando, cortando, nivelando, empedrando, de tal manera que para 1542, resultaba uno de los vecinos más ricos de la Puebla. Para vigilar mejor sus negocios se trasladó a la ciudad de México, en donde puso varios comercios, toda vez que su calidad de transportista único, le daba las mayores ventajas.
Su espíritu emprendedor, le llevó a solicitar las autorizaciones correspondientes, para abrir los caminos que llevaban a los “presidios” del norte (de presidir no de cárcel). Sobre todo, para los beneficios mineros que se explotaban en Guanajuato y más tarde en Zacatecas. Se dice pronto, pero cuánto tiempo se necesitó para tan magna obra, todo esto con sus propios recursos que le resultaban extraordinaria inversión. Miles de peones trabajaban para el astuto gallego; se dio el lujo de empedrar el camino hasta la lejana tierra de la plata. Constantes caravanas de carretas iban y venían cargando el preciado metal o el azogue para el proceso de beneficio. No contento con esta actividad, compró una enorme extensión de tierra en Tlalnepantla, convirtiéndola en próspera hacienda que enriquecía más su caudal.
Muy pronto la geografía de México se vio cruzada por esas líneas ondulantes que lo mismo iban a Querétaro que a Guadalajara; todo ello, obra creativa de este pionero de las comunicaciones de México. La Patria le debe mucho por este trabajo incansable y fecundo. Con su compañía de carretas alivió un poco el sufrimiento de los indios Nueva España, claro que con tanta riqueza y poder era reconocido en la corte virreinal, debieron adularlo y ofrecerle todo tipo de negocios o hacerle las consabidas solicitudes pedigüeñas. Se sabe que siempre fue un hombre generoso y honrado, en la cúspide del triunfo material, aunque en el declive de la vida.
A los 69 años, decidió desprenderse de todo, venderlo y repartir el dinero entre los necesitados, luego solicitar humildemente el hábito de hermano lego franciscano, en cuya orden murió en olor de santidad, a los 98 años de edad en el año 1600. Este fue el primer caminero de México.
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