Para los mansos y humildes de corazón, el Día de la Resurrección es eternidad sin miedo a los sepulcros de esta tierra y valor para descender en ellos seguros de estar entre las manos del Padre.
Desde la oscuridad de la tumba, donde el silencio ahogaba la esperanza que había sido manchada con los insultos y las vejaciones sobre la cruz del sufrimiento y de la amargura del hombre; ahí, en la densa oscuridad del sepulcro, se alzó la voz del hijo como oración clavada en el corazón del Padre.
Desde la noche de la sepultura, cual vientre que engendra al hombre, se levantó, con la fuerza del Espíritu Santo, Cristo Jesús. Nadie lo pudo impedir: ni la gran piedra, ni los guardianes que vigilaban la tumba, ni las mezquinas voluntades, ni los sórdidos odios, nadie, absolutamente nadie. Para los apocados, pesimistas, cobardes y menguados, la luz de la Resurrección de Cristo ha brillado desde la profundidad de lo absurdo y la fatalidad, para satisfacción del corazón.
Lo sucedido en la mañana del Primer Día proclama la grandeza de Dios que sí escucha los ruegos y enjuga las lágrimas, que toma en cuenta el sufrimiento del justo y lo levanta colmándolo de bienes. Para los mansos y humildes de corazón el Día de la Resurrección es eternidad sin miedo a los sepulcros de esta tierra y valor para descender en ellos seguros de estar entre las manos del Padre.
Si la muerte y la adversidad se llevan consigo nuestro cuerpo, Dios nos dará otro, sólo es cuestión de permanecer delante del sepulcro en adoración de espera después de haber recorrido el duro camino de la Cruz con fe, amor y esperanza. Sólo basta entender cuánto costó a Jesús ofrecerse a nosotros para hacernos llegar al Padre, cuánto costó caer en el precipicio a fin de permanecer entre nosotros y abrazarnos en nuestra pérdida y darnos su misma vida, cuánto costó el habernos extraviado siguiendo las voces de la perdición y la mentira.
El hombre que realmente ha puesto en el cielo su esperanza, ya no le importa la muerte, porque en realidad no es para él más que la puerta de la vida. Y si no le importa la muerte, menos aún le pueden importar los fracasos o los éxitos, la persecución o la estabilidad, la alabanza o la calumnia, el aplauso o la humillación, porque todo ello, poco a poco o de una buena vez, le acerca a la Casa de la Vida.
El que ha vencido el miedo a la muerte, ha vencido a la muerte y es libre, porque sabe que cuanto más entregue su vida en servicio a los hermanos y a sus nobles causas, más plenamente encontrará una vida nueva. “El que pierda su vida, la ganará” es Palabra de Dios, del Dios que no habló sólo con palabras, sino que el Viernes Santo se jugó la vida por nosotros y la perdió.
En la Resurrección de Cristo se refleja el sacrificio de la propia vida, ofrecida a Dios con las propias manos, con el mejor esfuerzo y con una pasión de amor absoluto; en esa entrega reaparece la vida plena destinada a trasmitir amor y que ya no lleva ningún germen de mortalidad, esa vida, la única que puede recibir verdaderamente y sin contradicción el amado nombre de vida.
Postre
Hace 20 años resurgió una antiquísima tradición poblana: la procesión de viernes santo, acto piadoso donde participan las cinco imágenes más veneradas por los católicos de esta ciudad capital: la Virgen de la Soledad (Sagrario Metropolitano), Jesús de Analco, la Virgen de los Dolores (templo del Carmen), Jesús Nazareno (templo de San José) y el Señor de las Maravillas (templo de Santa Mónica). Actualmente son miles de fieles los que año con año participan en esta magna manifestación de fe que encabeza el arzobispo de Puebla.
Desde esta palestra nos congratulamos por el gran esfuerzo de las autoridades civiles, eclesiásticas y universitarias por el rescate de una usanza que distinguió a los habitantes de esta región y cuyo deseo seguramente es que en las nuevas generaciones se arraigue.
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