“Calaveras de azúcar o de papel china, esqueletos coloridos de fuegos artificiales (...) Adornamos nuestras casas con cráneos, comemos el día de los difuntos panes que fingen huesos y nos divierten canciones y chascarrillos en los que ríe la muerte pelona, pero toda esa fanfarronada familiaridad no nos dispensa de la pregunta que todos nos hacemos: ¿qué es la muerte? No hemos inventado una nueva respuesta. Y cada vez que nos la preguntamos, nos encogemos de hombros: ¿qué me importa la muerte, si no me importa la vida?”, dice Octavio Paz en El laberinto de la soledad, texto que encontramos en el capítulo dedicado a “Todos Santos, Día de Muertos”. Y es que a casi 60 años de que se publicara la citada obra, la auténtica y generosa alegría por celebrar la vida sobrevive en sitios como Mixquic, Teotitlán del Valle, Huaquechula, Pátzcuaro, San Martín Chalchicuautla y San Gabriel Chilac, los lugares más importantes y concurridos, fiestas indígenas dedicadas a los muertos declarados por la UNESCO como Obras Maestras del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad. Ahí colocan altares monumentales y majestuosas ofrendas que conmueven a propios y sorprenden a extraños. En recónditos lugares de la república mexicana la tradición permanece intacta, ignorantes del absurdo halloween y ajenos al multitudinario turismo muchas veces irrespetuoso, pero hambriento por descubrir y palpar de cerca aquello que en las urbes promueven pero no transmiten por completo el torrente de olores, colores y sabores.
¿Realmente el día de muertos vive su agonía o es una tradición que se resiste a morir? Me provoca desazón que las nuevas generaciones prefieran la anodina fiesta anglosajona –que nada tiene que ver con nuestras calaveritas de chocolate y amaranto, con las hojaldras, mucho menos con las ingeniosas composiciones para referirnos chuscamente a la catrina— Quiero pensar que les da flojera colocar un altar u ofrenda o de plano les vale, el único acercamiento a esta tradición es en las escuelas y eso para pasar la materia. Las mismas instituciones educativas caen en la incongruencia de promover a los cuatro vientos lo que es nuestro y le dan relevancia a festivalitos de disfraces. Creo que a muchos de nosotros nos preocupa que esta celebración se resista a morir y nos ocupa ponerla muy por encima del inadmisible día de brujas o espantos.
Esta es una de mis épocas preferidas del año; esencias, matices y sazones los tengo arraigados desde mi niñez y mi capacidad de asombro se ha mantenido al sobrecogerme con la velación de muertos en el panteón de Arocutín o Cucuchucho en Michoacán, al recoger la memoria gráfica de quienes cultivan la flor de camposanto en las fértiles tierras de Atlixco y Cholula, al participar en la “ofrenda nueva” llevando ceras y flores como se dice cuando alguien muere este año o degustar una jícara o tazón de atole con pan mientras se contempla el altar.
Los animo para que conozcan más allá de la ciudad y contribuyan a mantener más viva que nunca la fiesta de la vida, la fiesta de los petateados.
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