Sucedió hace un año, viernes 12 de diciembre, en una importante empresa establecida en Puebla capital. Una sección del estacionamiento de la planta fue destinada para la celebración eucarística en honor a la Virgen de Guadalupe que año con año organiza el sindicato y los “altos mandos” para los trabajadores y sus familias. La gente paulatinamente ocupa sus lugares, hay algarabía pese a que la mañana es fría. Poco después un grupo de religiosas llega al lugar y afinan sus instrumentos musicales. Una de ellas toma el micrófono y arenga a la concurrencia para ensayar los cantos e imparte una breve catequesis acerca del milagro del Tepeyac, la muchedumbre no le presta mayor atención. Minutos más tarde arriba el sacerdote que da algunas indicaciones en cuanto a la colocación del improvisado altar y los arreglos florales. Hechos los ajustes el presbítero se reviste con los ornamentos y empieza la misa. Me sorprende el desgano de los ahí reunidos para participar en los cantos y la proclamación de las plegarias, el sacerdote se da cuenta de ello y conmina a la feligresía a participar. Únicamente, al final de la celebración, la gente cantó y lanzó vítores a la guadalupana con algo más de entusiasmo.
Las religiosas y el presbítero se marchan del lugar y comentan con tristeza el comportamiento de quienes dicen ser católicos e hijos de la madre de los mexicanos. “No cantaron, no quisieron cantar. Cuánta apatía, ¿por qué?” Inquiere una joven monjita desconcertada por lo que atestiguó. “No entiendo por qué al final solamente le cantaron a la Virgen con ganas y le echaron muchas porras. De verdad, no entiendo”. El clérigo no decía nada, estaba sumido en sus cavilaciones. “Y pensar que voy a celebrar en otras dos fábricas, para variar, importantes aquí en Puebla. Ojalá que la gente sea más participativa en este día que se supone es especial para los mexicanos”.
Minutos después de finalizada la misa, el comité organizador sortea bicicletas para los hijos de los trabajadores y al mismo tiempo invita a la gente hacer fila para que les entreguen sus desayunos, se trata de una caja de unicel (que no tiene nada de feliz, como la de McDonalds) compuesto por un tamal jarocho, un tamal de mole o de dulce, una manzana, una gelatina y un vaso de champurrado. Las familias buscan un lugar en las áreas verdes de la factoría para saborear el tentempié, ahí conviven, platican, comparten. “Ha sido una buena mañana para festejar a la Virgen de Guadalupe en la planta, ojalá el próximo año sea mejor”, inquiere la esposa de un trabajador y remata: “La mera verdad ayer en la noche estuvo más animada la misa en el barrio donde nos invitaron y la gente compartió mucho de lo poco que tiene, ¿no crees?”
Postre
En días pasados se realizaron dos importantes ferias internacionales del libro en nuestro país: Por una parte Guadalajara, la más importante de México por la amplia participación de casas editoriales nacionales y extranjeras, además por la concurrencia de renombrados escritores y los premios que ahí se entregan. Por otro lado Oaxaca, que sin tanto ruido, en casi 30 años ha dado un gran espacio a las letras y la lectura con diversas actividades y la intervención de importantes literatos.
Qué bueno que tengamos estos festivales de la lectura y los libros (sin olvidar los que se realizan en el Palacio de Minería de la Ciudad de México y en Monterrey), sin embargo, leer no es una actividad del agrado de los mexicanos. Guillermo Sheridan, escritor y académico mexicano reafirma lo que señalo: “no solo no le gusta leer, sino que no le gustan los libros en calidad de cosa; ni para leerlos ni para nada. Vamos, ni para prótesis de la cama que se rompió una pata. Años de esfuerzo educativo, de aventar dinero a raudales en bibliotecas, centros culturales, publicidad, cursos, campañas y ferias, premios y becas, ofertas y descuentos, clubes y talleres, mesas redondas y presentaciones... Todo para merecer la sincera respuesta: no, no queremos leer.” ¡Qué pena!
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