Cada día es una nueva oportunidad que Dios nos concede para crecer en todas las dimensiones de nuestro ser y para realizar más eficazmente el programa que Él nos ha trazado. En este camino hay etapas transitorias pero el hecho de formar parte de la vida, requieren siempre la debida atención y el entusiasmo para vivirlas, y vivirlas bien. Una de esas etapas decisivas es el noviazgo.
En plena juventud, el ser humano siente dentro de sí el bullir de la vida, con entusiasmo, proyectos e ilusiones, llenos de vigor y frescura. Y en ese bullir un elemento importante es el fenómeno del amor que parece tan fácil, tan inmediato. Hoy se valora mucho la espontaneidad, la sinceridad, la inmediatez en las relaciones humanas, especialmente entre los jóvenes, pero con frecuencia se mezcla con esos valores un grave defecto: la superficialidad.
El amor, se dice, es un impulso espontáneo: hay que dejarse llevar por el amor y se da por descontada la plena felicidad. ¡Cuántos fracasos! ¡Cuántos matrimonios rotos apenas al nacer! Cada día son más frecuentes las separaciones y los divorcios, provocados incluso por nimiedades porque el amor verdadero, el que dura y hace feliz, se toma a la ligera, como algo descontado; se forman hogares sobre arena, y a la menor tormenta todo se viene abajo.
Hay un proverbio ruso que dice: “Hay que pensarlo bien antes de iniciar un negocio; dos veces antes de ir a la guerra; tres antes de casarse”. El fallo está muchas veces en eso, en que no se piensa, no se prepara el matrimonio, no se va a la escuela del amor. Para aprender a construir casas se dedican cinco o más años de estudio intenso en una escuela de arquitectura; y se pretende edificar el propio hogar con un poco de ilusión y buena voluntad o, peor aún, a base de pasión y sed de aventura.
El negocio más serio y decisivo de un joven es la construcción del propio futuro junto a quien ha de compartir todas sus horas, sus penas y alegrías. El fracaso en el amor, en la realización de la propia familia puede teñir de tristeza toda la vida. Escuela del amor, esto debe ser el noviazgo. La escuela en la que dos jóvenes se conocen a fondo y aprenden a amarse realmente, a desprenderse de sí mismos para darse al otro y dar vida a otros, sus futuros hijos. No basta saber quién es el otro, dónde vive, quiénes son sus padres, entre muchas cosas. Es necesario conocer bien a la persona amada.
Uno de los mayores errores en torno al noviazgo es separar las diversas dimensiones del ser humano o, peor aún, reducirlo a alguna de ellas. El amor debe responder a la profundidad del espíritu, el amor humano se podrá entender sólo cuando se comprenda que es una donación de una persona en su integridad físico-espiritual a otra persona querida integralmente, precisamente en cuanto persona, y no en cuanto cuerpo solamente, o como fuente de afectos que satisfacen la propia necesidad de sentirse amado.
Cuando se ama, hay una enorme gama de sentimientos que se despiertan o refuerzan en el interior de la persona: fascinación, admiración, compasión, respeto, tristeza por la ausencia del amado, ternura. El amor es, esencialmente, una adhesión de la voluntad. Voluntad libre de una persona que conoce a otra, la valora en su integridad, la acepta como es, y establece con ella una relación especial de mutua donación. El noviazgo es conocimiento de la pareja porque sólo se ama de verdad a quien se conocemos de verdad.
Luchemos para que los jóvenes puedan vivir de un modo particular su noviazgo que les ayude a madurar verdaderamente en su amor, con la garantía que ello supone de una vida feliz.
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