Estos son los días en los que si el tiempo pudiera pintarse de colores, luciría tricolor como la bandera que hemos hecho nuestra por adopción. En nuestra niñez experimentamos el contagio de la libertad como un estado de ánimo programado en el calendario oficial de la escuela y entonces caminábamos lo más erguidos que podíamos. Comprábamos banderitas que sujetábamos sintiéndonos invadidos de libertad. Después crecimos y ya no sentimos los vientos de libertad del 15 de septiembre. ¿Es que los años nos han hecho menos patrióticos o nuestra mente se ha vuelto escéptica ante el significado de dichas efemérides? Es posible, pero también es factible que podamos ahora penetrar el sentido de todo con más profundidad que antes y cuestionemos todo.
Hoy no estamos tan seguros, como en la infancia, de estar celebrando el suceso de la independencia de nuestro país como si fuera un hecho pretérito de una magia trascendente y permanente. La independencia mexicana comienzan pero no termina y estamos muy lejos de haber adquirido la libertad para siempre con sólo lograr la autonomía política.
Cuando un país no ha alcanzado el ideal de sus próceres, cuando el pueblo no se mira en sus instituciones como en un espejo limpio, me pregunto si el sentido de hacer caminar a los niños uniformados para rendir homenaje a los héroes es parte del mismo circo que el emperador Augusto regalaba a Roma junto con su pan.
El patriotismo debe ser otra cosa que una memoria veleidosa que prefiere ver en las estatuas del pasado la cifra de su grandeza. Esfuerzo peregrino porque no se crece hacia atrás y las sombras del pasado no acaban por convertirse en las realidades concretas del presente. El patriotismo es actualidad. Esa actualidad del ser que los profesores nos enseñaron. Es dinamismo, es confrontación pacífica, además, inteligente. Es sentirse orgulloso de una patria por lo que tiene de uno mismo, de la sangre propia, de la palabra personal, del sudor y la lágrima vertidos en un quehacer cotidiano y rutinario.
No cantemos “mexicanos al grito de guerra” si valoramos la posibilidad de huir a otro país si la realidad de éste es cada vez más incómoda. No saludemos una bandera nacional si afianzamos nuestra seguridad en monedas extranjeras. No repitamos fórmulas donde las palabras “libertad para todos, igualdad ante la ley, justicia sin excepciones” se niegan en cada noticiero ante nuestra atención indiferente.
Fundamos una patria hace mucho tiempo, o quizá lo hicieron otros cuyas efigies adornan monedas y cuyos nombres son hoy calles y parques. Existe un México: ésa es la patria que los niños aprenden a reconocer en la escuela. Pero la otra, la patria verdadera, todavía no hemos acabado de fundarla, todavía no hemos librado la última batalla para ganarla y hacerla nuestra. Todavía no la merecemos y tal vez por eso preferimos cantar el recuerdo de su gestación. En nosotros está la posibilidad de reivindicar ese recuerdo.
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